Hoy he tomado prestado de la biblioteca La sombra del viento, del gran Carlos Ruiz Zafón. Un libro que ha leído muchísima gente. Y aunque había desechado la idea de que los niños se acerquen a mí con el tema de los libros, he vuelto a pecar: para mi sobrino imaginario he sacado uno de El pirata Garrapata.
Me gusta venir cuando hay muchos niños jugando, sus progenitores tienden a distraerse: si me tapo convenientemente detrás del libro y de mis gafas de sol baratas, no llamo demasiado la atención. Además, me he traído Laika. Mi perrita pomerania. Es un imán de infantes. La perrita tiene un ladrido muy pequeño, pero muy constante. No sé si le gusta o le pone nerviosa ver a tantos muchachos chillando y corriendo para todos lados. Gracias a ella he conseguido que algunos se acerquen. Incluso un chico de unos diez años me ha preguntado por mi nombre. Se lo he dicho con una gran sonrisa, pero no le he invitado a tocar al animal. Hay que ir con cautela. Ganarme la confianza de los niños puede ser relativamente fácil gracias a Laika, pero la de los padres no tanto. Así que voy a esperar un par de días más para que mi presencia no resulte llamativa. Si yo me viera a mí mismo desde lejos, me tomaría por una persona con un perro a la que le gusta leer al aire libre. ¡Bendita biblioteca!
Hace casi una semana que me siento en el banco a, supuestamente, leer los libros que saco de la biblioteca. Y he hecho grandes progresos. El lunes un niño y una niña, pareja de hermanos de siete y nueve años, acariciaron a Laika. Les miro como ellos miraban a la perra, con ganas de acariciarlos. Se marchan después de que les pregunte la edad, son solo unos segundos que bastan para deleitarme con su joven piel. El miércoles me llevo Los futbolísimos, y en esta ocasión sí tengo la suerte de que unos chavales que juegan a algo parecido al fútbol, me preguntaran por el libro. Un chico, Jesús, incluso lo coge y lo hojea.
—¿Te gustan Los futbolísimos con lo mayor que eres?
—Es para mi sobrino, que voy a recogerle ahora de clase y le gusta mucho leer.
—A mí también, bueno, adiós.
Jesús se va con sus amigos y yo me giro para disfrutar de su grácil carrera a pie.
El viernes se sienta una madre a mi lado. Hace un intento de charla, pero le corto rápido: le respondo, seco, a su comentario banal sobre el buen tiempo que hace y hundo mi cara en el libro. Estoy leyendo la segunda parte de la saga de Zafón, El juego del Ángel. Ella vuelve a preguntarme, esta vez por el libro. No respondo y me doy cuenta de que se queda mirándome unos segundos. Por fortuna, para mí, ese momento incómodo lo interrumpe su hija, una jovencita de unos diez años que llega protestando porque un niño pequeño le había tirado del pelo. La niña, muy crecida, lleva una camiseta de manga corta más ajustada de lo debido. Marca su ya prominente pecho y se me van los ojos. Cuando ella se marcha, contesto a la madre de forma torpe, pero a tiempo.
—Disculpe, que estaba concentrado en el libro. ¿Decía usted algo?
—Nada, no se preocupe.
—No mujer, perdone, es que la novela me tiene atrapado.
—Precisamente le decía si el libro era bueno.
—Sí, que lo es. ¿Le gusta a usted leer?
—No mucho, la verdad, pero no me trates de usted, por favor
Sonríe, coqueta. Y entonces tiro un dardo.
—No se preocupe, pero su hija todavía está a tiempo de no perderse el placer de la lectura. Ahí en la biblioteca tienen un buen catálogo infantil.
—¿Esta? Peor, si ahora ya me habla hasta de chicos…
Se llevó la mano a la boca y yo sonreí sinceramente. Imaginaba las bajas pasiones que ya habían despertado en la prepúber y me relamí en mi interior.
—Hay libros para adolescentes que le gustarían: se habla de las primeras experiencias…
No sé por qué digo aquello,y me arrepiento de hacerlo. A la madre le cambia la cara.
—Disculpe si me meto donde no me llaman.
—No se preocupe.
Se produce lo que se suele llamar silencio incómodo, cosa que resuelvo rápido: me marcho con un correcto buenas tardes.
El sábado hay pocos niños en el parque. Me he pasado estos dos días dándole vueltas a la interacción que tuve con la mujer, y creo que voy a entablar charla con ella en cuanto la vea. Es una forma, no solo de acercarme a su hija, sino de llamar incluso menos la atención. Pero eso será otro día porque hoy no se ha acercado ni un solo niño a acariciar a mi perrita. Me marcho, y cuando estoy a punto de salir del parque me fijo en ella. Es una niña pequeña, no tendrá más de cuatro o cinco años. Pero tiene una mirada distinta, llena de vida como el resto de los niños de su edad, pero con más curiosidad. Como si sus ojos emitieran palabras en lugar de miradas. No deja de seguir con esos ojos a Laika, y aprovecho para agacharme hasta su altura y corresponder con la mirada a la niña. Sonrío y juego con la perra, la acaricio y dejo que me lama la cara. Ella suelta una carcajada y pega unos saltitos, divertida. No le hago un gesto para que venga, es demasiado pronto. Simplemente la saludo a modo de despedida y muevo la patita de Laika para hacer el mismo gesto cuando ella me corresponde.
Me voy feliz a casa. El próximo día espero ver tanto a esta niña, como a la otra madre.
Y en efecto, eso pasa. Al siguiente día, en el parque, converso con la madre de la preadolescente, que se ha leído parte de La sombra del viento y está entusiasmada. Tanto como lo estoy con su hija cada vez que se acerca para pedir cosas: dinero, chicle o agua. También para acariciar a Laika que la lame y me da una envidia terrible. Me aburre tanto esta mujer, que finjo que recibo una llamada y me levanto pidiendo perdón. Me alejo un poco y, por suerte, la perra me sigue. Y cuando me giro ahí está. La pequeña del último día, sonriente, mirando a mi pomerania. Esta vez, la animo a que venga a acariciarla, porque está muy cerca. Y la niña lo hace. Lo que pasa es la madre también está cerca y se asusta cuando se separa. La llama a gritos:
—Luz Marina, ven aquí.
Miro a la mujer y sonrío.
—Tranquila que no muerde.
A la madre no le convence la respuesta y se acerca, toma de la mano a la niña.
—Venga, hija, ya está. Otro día la vuelves a acariciar.
—Adiós, Laika —se despide la niña.
Me quedo tan embelesada mirándola que no me acuerdo de volver con la pesada y me marcho a casa.
Por ello, al día siguiente la mujer ni se me acerca. Lo malo es que la niña, Luz Marina tampoco acude al parque. Ni los dos días siguientes. Sí lo hace al cuarto día. Y viene directa a saludar a mi perrilla. La madre parece más relajada, y se pone a hablar con una amiga. Luz Marina se marcha a jugar con otras niñas y yo la observo como si observase a un pollo dorándose en un asador. La rutina se repite durante varios días más. Tanto que la madre se relaja.
Y es entonces cuando todo lo que tenía planeado se va a venir abajo porque me puede la pulsión que siento entre las piernas y agarro a la niña del brazo.
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Angels Aguilera Lopez says
Un fragmento intenso👏👏👏 espeluznante la visión desde el punto de vista del depredador.
La tensión está servida.
Interesante la elección de los libros por parte del pederasta. 👍
gzescribano says
Como siempre tan acertada.
Mil gracias.