Recuerdo la Navidad como una de las épocas más felices de mi infancia: familia, regalos, petardos y luces.
Hasta que mi padre le pegó un bofetón a mi madre el día de Nochebuena.
Recuerdo ese día como el de mi paso de la infancia a la adolescencia. Ya nada fue igual. El día siete de enero, cuando volví al colegio, descubrí que los Reyes Magos eran los padres. Unos padres que no se querían y que estaban juntos por mi hermana y por mí.
No volvió a repetirse aquel bofetón, al menos en nuestra presencia. Nunca supimos el motivo, porque tampoco recuerdo una discusión fuerte; solo que mi madre le dijo algo acerca del hermano de mi padre, nuestro tío. Nada más.
Desde entonces, cada vez que no sentamos a cenar en Nochebuena, recuerdo a la perfección ese sonido seco, y la mejilla enrojecida de mi madre y sus ojos iracundos a punto de llover lágrimas.
No, no se repitió en la práctica, pero esa violencia se me clavó tan dentro que cada vez que se acerca la Nochebuena, estoy deseando que sea siete de enero.
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