Faltaban cinco minutos para el cierre del colegio electoral. Lo «gracioso» es que se podría haber cerrado ocho horas antes, porque a las doce del mediodía setenta y siete de las setenta y ocho personas con derecho a voto del pueblo habían depositado su papeleta en la urna.
Pero él siempre tenía que dar la nota.
Aunque esto es un punto de vista subjetivo, porque, según mi padre, yo era la que llevaba la contraria en casa.
Yo era a la que le gustaban las mujeres.
Yo era la que se fue a estudiar a Madrid con el cuerpo todavía caliente de mi madre.
Y yo era la que volvió después de doce años para refundar un partido que pretendía cambiar las cosas en este lugar del que nadie quiere acordarse.
Casi cuarenta años de gobierno conservador merecía el intento.
Nuestro pueblo, como núcleo urbano, es pequeño, minúsculo: ciento un habitantes empadronados. Pero en extensión es gigantesco: más de tres mil hectáreas de cultivo, que daban trabajo —explotaban— a toda la comarca.
Latifundismo del «bueno», del medieval, del feudal. Un modelo agrario sacado de principios del siglo XX que se perpetuó porque la mayoría de la tierra la poseen solo unos pocos. Y a los otros muchos se les amansó a base de miedo y de amenazas.
—¡Estás en el lado equivocado de la vida! —le dije a mi padre el día que volví a casa y le conté lo de las elecciones.
Él, al escuchar esto, apretó los dientes y los puños y hasta los párpados.
En su enfado también influyó que en esos doce años que estuve ausente lo único que recibió por mi parte fueron doce cartas por el día de su cumpleaños. Sin embargo no le mandé unas cartas cualesquiera: en cada una de ellas había un pequeño poema fruto de mi invención. Sin ser una gran poetisa, soy capaz de crear cosas bonitas si me lo propongo. Esos poemas estaban inspirados sobre todo en mis ideas, digamos que revolucionarias, pero también algunos de ellos estaban inspirados en la familia.
Su cabreo nació de mis palabras sobre estar equivocado. Se levantó bufando y pensando en qué responder. No lo hizo, se fue al único bar del pueblo.
Mi padre estaba en el lado equivocado de la vida porque nosotros pertenecíamos a esos muchos que no tienen tierras. A esos muchos que trabajábamos el campo ajeno hasta deslomarnos. A esos muchos que respetábamos la tradición y el orden porque era lo que, en teoría, garantizaba tener algo caliente que comer todos los días.
Mi madre también pensaba así; y aunque eso no fue lo que le costó la vida, sí que cambió la mía.
Me fui a estudiar fuera porque ya no soportaba la vida en el campo y, mucho menos, la inacción de mi padre.
—Tú que has tenido techo, comida y hasta has estudiao gracias a mi esfuerzo ¿me dices que estoy equivocao? —dijo cuando regresó a casa con dos chatos de vino de más—. ¿Vuelves después de tanto tiempo y piensas que la gente se cree tus ideas de paraíso para el trabajador del campo?
Es muy fácil manipular las cosas, sobre todo si se está bebido. Yo también me había roto el cuerpo y el alma para salir adelante. Desde los doce hasta los dieciocho años estudié por las mañanas en el Instituto de un pueblo a treinta y tres kilómetros al que se llegaba por una carretera llena de curvas. Trabajé en el campo por las tardes y los fines de semana ayudando a mi padre. Y el poco tiempo libre que tenía lo dedicaba a leer o ver películas en casa de mis amigos. Yo no trabajaba con desgana ni quería reprocharle nada a mis padres: era lo que tenía que hacer.
Pero en mi programa electoral no había prometido ningún paraíso. Tan solo una mejora de las condiciones de vida para los trabajadores: guardería pública gratuita para atraer a familias jóvenes, ayudas sociales para el pago de la energía, empresa constructora municipal… Una serie de medidas sociales para que el dolor después de horas de trabajo solo fuera físico. Que no tuvieran que preocuparse de las facturas de la luz o que se pudieran permitir tener un segundo o un tercer hijo si así lo deseaban. O simplemente poder comer pescado una vez a la semana sin tener que pescarlo en el río
Si a la gente humilde se le apoyara desde abajo, sería viable cambiar las cosas en este pueblo y atraer a más gente de fuera. Que en el fondo, el pueblo, como tal, estaba muriendo.
Por eso intenté convencer a esos muchos, los humildes del lado equivocado de la vida, de que las cosas podían mejorarse.
Poco a poco, paso a paso, voto a voto.
Y creía haber convencido a un número suficiente de personas para ganar la alcaldía. Pero la situación estaba tan ajustada que un único voto podría cambiar el resultado electoral.
Y ese voto podría ser el de mi padre.
Apareció cuando faltaba un solo minuto para cerrar las urnas. Con su inseparable boina y su chaqueta de ante que no le cerraba del todo por culpa de su barriga. Aguantó la pequeña bronca por hacerse tanto de rogar, enseñó el DNI y le abrieron la urna para depositar su voto.
Antes de meter la papeleta me miró. No dijo nada, pero quise ver una sonrisa en su boca. De esas que me echaba cuando yo era una cría y jugábamos juntos.
Nunca me confesó su voto. Nunca se lo pregunté. No hizo falta
Yo esperaba los resultados del recuento en el bar del pueblo junto a los otros miembros del partido. Al cabo de una hora del cierre del colegio vino el presidente de la mesa electoral. Me entregó una papeleta.
—Ha habido una abstención y también esto: este ha sido el voto decisivo —dijo.
Miré la papeleta. Ambas caras estaban rellenas de pequeñas letras con una caligrafía parecida a la de un niño de ocho años.
Nadie entendía nada. Sobre todo cuando tuve que taparme para que no se me vieran las lágrimas que me corrían en cascada por la cara.
Me preguntaron qué me pasaba.
Yo solo pude, entre sollozos, leerles las últimas cinco frases que había escritas en la papeleta.
Pasarán los años y
Aunque nos separe la
Distancia y la forma de ver la vida
Retendré tu mirada en mi memoria,
Esa mirada que me alegra el corazón.
Este pequeño poema acróstico fue el primero que le envíe por su cumpleaños. Mi padre lo había escrito en la papeleta.
El voto era nulo, pero no importaba. Por eso había sido el decisivo.
Las cosas en este pueblo comenzaban a cambiar.
Y mi padre, también.
©2023 G.Z. Escribano
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