Una semana antes.
Un rugido mecánico los despertó. Mario subió la persiana, cabreado, no eran ni las siete de la mañana y una fila de camiones desfilaba rumbo al cerro situado detrás de su casa.
—¿Qué narices es eso? —preguntó Irene.
—Pues camiones y grúas y más camiones.
Irene se desperezó entre protestas.
—Las obras de la nueva urbanización.
—Supongo, pero mira que madrugan. Como esto sea así todos los días, nos toca comprar tapones.
—No seas protestón, anoche te quedaste hasta muy tarde.
—¿Tarde? Si me acosté poco después que el niño.
—Es que las once para Pablo es muy tarde.
—Te voy a dar yo a ti tarde…
Mario se abalanzó sobre Irene e intentó besarla, pero ella le hizo una cobra que ni David Bisbal a Chenoa.
—Quita, que te huele el aliento.
—Mira que eres desagradable, antes no te importaba mi halitosis matutina.
—Me molesta más tu pedantería matutina. Halitosis dice…
Mario se tuvo que conformar con un muerdo en la nalga de su mujer, ya que ella salió escopetada hacia el baño entre protestas de que el niño se iba a despertar antes de lo habitual.
La noche anterior, domingo, Pablo y Mario se quedaron viendo El señor de los anillos hasta casi las once de la noche. En la casa de los Gálvez-Lima, los domingos por la tarde estaban dedicados a jornadas maratonianas del séptimo arte. Unos domingos tocaba Star Wars, otros, Indiana Jones, otros, Disney-Pixar… El padre quería inculcar al hijo su pasión por el celuloide, y, a falta de que pasaran los años para incluir el visionado de El padrino o Vértigo, se conformaba y divertía con clásicos tolerables para menores de doce años.
—Y no me gusta nada que vea tanta violencia —protestó Irene antes de cerrar la puerta del baño.
—Si solo son orcos… —replicó Mario.
Irene dijo algo acerca del exceso de sangre desde el otro lado de la puerta del cuarto de baño, pero, aunque tuviera parte de razón, Mario prefirió ignorarlo. Había retornado a su puesto de vigía en la ventana. Y la fila de camiones había sido sustituida por un par de convoyes de esos que llevan luces señalizadoras a los lados para indicar que son más anchos de lo normal. Transportaban sendas excavadoras que podrían confundirse con algún tipo de monstruo medieval digno de las novelas de Tolkien.
—Joder con el nuevo plan de urbanismo —masculló el abogado entre dientes.
Porque Mario era abogado. Era más que eso: era El abogado.
Al menos el abogado del momento en la Costa del Sol. Su mujer se lo recordó nada más salir del baño.
—Bueno, ¿qué? ¿Listo para recibir los honores?
Mario se abalanzó de nuevo sobre su mujer y la tiró sobre la cama.
—A mí el único honor que me hace falta es el tuyo.
La mordió en el cuello y ella, a pesar de sentir la tentación de ceder (el abogado conocía todos sus puntos débiles), se zafó por segunda vez del acoso y derribo del marido.
—No es no, letrado, y déjame que vas a despertar al niño.
—El niño ya está despierto —Pablo, con los brazos en jarra, protestó desde la puerta— Mira que hacéis ruido.
El hijo de la pareja se encaramó a la cama matrimonial y se tiró encima de su madre, que sí le recibió con los brazos abiertos. El padre, pese, o debido, al agravio comparativo, se tumbó sobre la espalda del hijo con la intención de achuchar a la madre. Por fastidiarla un poco. Las protestas de esta no sirvieron para nada y pasados unos minutos fue liberada a petición de Pablo que también sufría los envites de los setenta y siete kilos del padre.
Poco a poco la familia se levantó de la cama y el niño se asomó a la ventana. Asombrado por el tamaño del segundo convoy, preguntó a sus progenitores.
—Eso creo que es una grúa —dijo Irene.
—Madre mía, van a construir un rascacielos o algo —protestó el padre.
—Sería guay un rascacielos tan cerca de casa —dijo Pablo.
—No, hijo, no sería nada guay. Ten en cuenta que van a arrasar con parte de la montaña de aquí atrás —replicó Mario.
—¿En serio?
El gesto del padre lo dijo todo. El niño pareció arrepentirse de sus palabras, aunque en el fondo le fascinaban los rascacielos y el año anterior cumplió su sueño de visitar Nueva York, no le hacía tanta gracia que tuvieran que talar árboles para construirlo.
—Vamos a desayunar, que ya que estamos despiertos tan pronto aprovechamos y comemos tranquilos —pidió Mario.
—Deja, voy yo. Prepárate el traje de los días especiales —replicó Irene.
—¿Es tu cumpleaños? —preguntó, inocente, Pablo.
—Pero ¿cómo va a ser mi cumpleaños hoy si lo celebramos el mes pasado?
—Es verdad, te regalé mi canción.
—El mejor regalo de todos.
La canción era una versión del Here comes the sun, de George Harrison y los Beatles. El niño había españolizado la letra y dado un toque distinto a la melodía.
—Aquí viene el sol, aquí viene… —Mario tarareó y el niño le acompañó.
—…a la costa, a la costa, siempre…
El padre, henchido de orgullo y amor, lo agarró entre sus brazos y levantó a pulso sus poco más de veinte kilos. Lo tiró sobre la cama y le mordió las costillas para provocar las carcajadas de su hijo.
Esa risa que tanto lo calmaba y tan contento le ponía. Mucho más que las palmadas en la espalda y las palabras vacías que horas más tarde recibiría en el bufete. Una risa que, en ese momento, él no sospechaba que pudiera ser una de las últimas veces que la escuchase.
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Angels Aguilera Lopez says
👌una escena matutina de un día normal. Nada podría estropear una jornada tan jovial y apacible. ¿ O si?
Conociéndote como escritor seguro q si🤭🤭🤭🤭. Buen comienzo de libro entre los los cap 1 y 2.👏👏
gzescribano says
jeje, de normal tiene poco… ya me conoces. Gracias por pasarte.
Sonsoles Moreno Mayoral says
Esperando el 29 de febrero para leerlo completo.
Estos dos primeros capítulos son como un entremés para abrir boca.
Mil gracias por la primicia.
Saludos.
gzescribano says
Gracias, Sonsoles. Ya queda menos.