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Siete de enero
Recuerdo la Navidad como una de las épocas más felices de mi infancia: familia, regalos, petardos y luces.
Hasta que mi padre le pegó un bofetón a mi madre el día de Nochebuena.
Recuerdo ese día como el de mi paso de la infancia a la adolescencia. Ya nada fue igual. El día siete de enero, cuando volví al colegio, descubrí que los Reyes Magos eran los padres. Unos padres que no se querían y que estaban juntos por mi hermana y por mí.
No volvió a repetirse aquel bofetón, al menos en nuestra presencia. Nunca supimos el motivo, porque tampoco recuerdo una discusión fuerte; solo que mi madre le dijo algo acerca del hermano de mi padre, nuestro tío. Nada más.
Desde entonces, cada vez que no sentamos a cenar en Nochebuena, recuerdo a la perfección ese sonido seco, y la mejilla enrojecida de mi madre y sus ojos iracundos a punto de llover lágrimas.
No, no se repitió en la práctica, pero esa violencia se me clavó tan dentro que cada vez que se acerca la Nochebuena, estoy deseando que sea siete de enero.
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Importa
Sábado por la tarde, hora punta en el centro comercial. Mariana camina con sus dos hijos que llevan sendos helados en las manos. Por fin les ve sonreír después de mucho tiempo. Mucho tiempo de gritos, peleas y golpes.
Están tan felices que no han advertido la algarabía a sus espaldas. Decenas de personas corren despavoridas en todas direcciones. Entonces Mariana escucha los primeros disparos. Gira lentamente su cabeza y ve, a lo lejos, una figura humana que podría ser él.
Está disparando a discreción a todo el que se le cruza. Varios cuerpos caen abatidos a su lado. Cuando cree reconocerla sentada en un banco del centro comercial junto a sus dos hijos, se cruzan sus miradas.
Ambos saben lo que va a ocurrir.
Ella ya no tiene tiempo de huir llevándose a las criaturas que han dejado de comer helado para mirar cómo su padre asesina gente. El padre, llega hasta ellos. Mira a los chiquillos que no entienden, o al menos eso parece, lo que ocurre. Mira a Mariana. Ella les tapa los ojos a esos niños, que ya no serán niños nunca más, y cierra los suyos esperando lo peor.
El padre dispara, pero no se oye ningún ruido. Vuelve a hacerlo y nada. Mariana abre los ojos. La pistola parece no tener más balas. Entonces el padre grita y busca en sus bolsillos. Mariana reacciona y se abalanza sobre él gritando y pidiendo ayuda.
Un guarda de seguridad y otra mujer acuden y consiguen reducir al padre. El guarda le pone las esposas y le sienta en el banco mientras llama la policía.
—¿Y la pistola? —pregunta el vigilante.
Mariana y la otra mujer se encogen de hombros.
—Roberto, Jorge, venid aquí, por favor —grita Mariana a sus hijos, que se habían desperdigado.
Jorge, el mayor, se acerca al padre.
—Papá, ¿estabas jugando a las películas de disparos, no? —Él, desde el suelo, lo mira con lágrimas en los ojos—. Creo que he arreglado tu pistola —Jorge, que ha cogido el arma, la muestra.
El vigilante y la madre se levantan, asustados. El padre responde:
—Hijo, ya nada importa.
El niño le dispara a bocajarro.
—Sí que importa, papá —sentencia el pequeño.
Tres mujercitas
Tres fotos de tres cadáveres encima de mi escritorio me daban la bienvenida.
—¿Enseñas fotos así a los hombres que quieres seducir, subinspectora?
La subinspectora Olga Saavedra sonrió. Ella siempre llega a la comisaría una hora o más antes que yo y me deja el terreno preparado. Por muy curado de espanto que esté, aquellas imágenes no eran lo mejor para después de un café con churros.
En la primera imagen una mujer aparecía con el cuello partido por una barra de hacer pesas en un gimnasio. La segunda era de otra mujer estrangulada en el asiento de atrás de un taxi. En la tercera, una mujer colgaba de una soga atada a una cabeza de cocodrilo disecada.
—¿Todo de golpe?
—Pasó hace tres semanas, los días uno, dos y tres de marzo —dijo Olga
—¿Y por qué me entero de esto ahora?
—Porque pertenecen a jurisdicciones de la Guardia Civil. Nos han pedido ayuda.
Suspiré. Yo, personalmente, me llevo bien con los guardias civiles que conozco. Pero la rivalidad entre ambos cuerpos es conocida.
—¿Entonces tenemos que hacer solo trabajo de despacho?
Olga asintió.
Los informes redactados por la Guardia Civil indicaban que eran tres mujeres solitarias; sus amigos y conocidos apenas daban detalles de sus vidas. «Muy reservadas».
Del resto de pruebas posibles: ADN, huellas, teléfonos, ordenadores personales o cámaras de seguridad, las pesquisas no llevaban ningún lado. Era un claro caso de estancamiento.
—¿Has hablado con el responsable del caso de la UCO?
—Solo por email. En un rato nos llamará a los dos.
Llamó el teniente Vila de la UCO y nos pidió si podíamos alumbrarles respecto al perfil criminal del responsable del triple asesinato. Prometimos trabajar a fondo en ello.
—Tres crímenes, en tres días consecutivos a las tres de la madrugada aproximadamente. Podría decirse que tiene una obsesión con el tres, ¿verdad subinspectora?
—Es una persona culta, con conocimiento de la proporción áurea o también de las estructuras narrativas literarias o cinematográficas.
—Es decir, esto es como su obra de arte.
—Sí, y es narcisista al cubo.
—¿Ha trascendido a prensa?
—No, han vigilado bien las posibles filtraciones internas del cuerpo o en los juzgados.
Estuve un tiempo repasando los informes que ya había leído la subinspectora, que comenzaba a impacientarse.
—Se me ocurre una idea.
Olga me miró curiosa y expectante. Por una vez tenía una buena idea antes que ella.
Al día siguiente habíamos arrestado al culpable de los tres crímenes. Su foto corrió como la pólvora por las redes sociales, los telediarios y toda la prensa. La colaboración entre la UCO y el Grupo I de Delitos contra las personas había funcionado.
Nos reunimos con el teniente Vila en la comandancia de la Guardia Civil. Nos recibió un hombre atractivo de unos cincuenta años que nada más entrar me felicitó por la idea.
—Ahora solo toca esperar —dijo.
—Mi compañera y yo estamos convencidos de que la espera no será larga.
A las dos horas, los de centralita nos pasaron una llamada. Por la cara del teniente supimos de quién se trataba.
—Han cometido ustedes un terrible error —dijo una voz en el altavoz del teléfono.
La voz no era grave y tenebrosa, como si la hubiera sacado de alguna mala película de terror. Parecía la voz de un joven de no más de veinte años, con musicalidad en la entonación.
—No, el error lo estás cometiendo tú —dije adelantándome al teniente y a Olga—. Crees que no podemos rastrear la llamada y por mucho que te protejas con falsos geolocalizadores lo haremos. Además tu voz…
—No me tome por estúpido, inspector Del Olmo.
Escuchar mi nombre produjo en todos el mismo gesto de confusión.
—Sé que han querido tenderme una trampa con ese falso culpable de las noticias, apelando a mi orgullo. Soy vanidoso, pero no estúpido y no entra en mis planes entregarme. Ni cometer errores.
Olga apretó con fuerza los puños y el teniente hizo lo mismo con el arma que colgaba de su cinturón. La desenfundó cuando escuchó lo último que dijo la voz anónima:
—Claro que localizarán mi llamada. Sobre todo porque la estoy haciendo desde la casa del teniente Vila. Al lado de su mujer y de sus dos hijas. Sus tres mujercitas.
©Zarzo Escribano 2023
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Protegido: No, soy tu padre
A cualquiera le gusta un buen crimen hasta que se convierte en la víctima.
Su barriga no me dejaba ver la sangre que manchaba los azulejos y la bañera.
—!No! —gritó Alfred—. Mal, Tony. El cuchillo se coge así —Le arrebató la falsa daga a Anthony y la colocó con la hoja apuntando hacia abajo. Hizo tres o cuatro movimientos violentos, con saña, como si apuñalase de verdad a Janet—. No se puede cambiar la historia del cine con esa falta de decisión.
La historia del cine… Este hombre y su obsesión por el celuloide.
Y por el crimen.
¿Cómo le cuento yo ahora que tiene que ponerse a dieta?
Su reciente analítica no permite ni un minuto más a este ritmo de peso y volumen de ingesta de comida. Míralo, si es que eso no es una barriga, es un tonel lleno de cerveza. Y él dale que te pego con la escenita de la ducha. Me juego el cuello a que es por tener a la rubia todo el tiempo desnuda. Lo veo en su cara, esa que dicen que es el espejo del…
—¡Alma!
Pegué un brinco al escuchar mi nombre.
—¿Qué pasa?
—Vamos a rodar una nueva toma. ¿En qué estás pensando? —me recriminó mi orondo esposo. Yo no estaba pendiente de la dichosa nueva toma. Alfred pidió que limpiaran la bañera al completo, para empezar desde cero.
—¡Violencia homicida! —exigió.
«Un homicidio es lo que va a cometer tu obesidad contigo, Alfredito. El colesterol y el estrés van a destruirte»
Repetimos la escena hasta treinta veces. Treinta tomas, que luego tuve que organizar yo, como siempre, para que mi marido no pasara mucho tiempo sentado montando las escenas de sus films. Esa es otra: se pega todo el día sentado, leyendo o viendo películas. Mira que compramos una casa con piscina para que hiciera algo de ejercicio, pero ni por esas.
—Nos estamos jugando nuestro patrimonio, Alma —me dijo camino de casa después de aquel tortuoso día de rodaje—. Para un momento, Robert —pidió al chófer, que detuvo el vehículo junto a un Taco Bell.
Alfred se bajó del coche sin escuchar mis protestas. Se tuvo que agarrar con fuerza a la puerta y, después de dos intentos, consiguió elevar su culo y trepar hasta la acera. Caminó, ignorando a la gente que le miraba, se puso en la cola de la taquería y varias personas le cedieron el turno, cosa que él, lejos de negarse, agradeció.
Cuando volvió al coche ya había dado un mordisco a un taco y la grasa le resbalaba por sus hinchados pulgares. Me ofreció uno. Le ignoré y esperé a llegar a casa para soltar yo mis tacos.
—Come algo, mujer —dijo con la boca llena, sentado a la mesa de la cocina.
Yo me movía de un lado para otro, tocando el sobre con el resultado de la analítica.
—Alma, tenemos que hablar —dijo. Me di la vuelta y advertí cómo se limpiaba la grasa del belfo—. La escena de la ducha tiene que quedar perfecta. Mañana vas a visionar tú el positivado…
—Alfred —interrumpí. Saqué el sobre de mi bolsillo, lo puse encima de la mesa y, con un empujón de mi dedo índice, se lo acerqué.
—¿Un cheque de la Paramount? —bromeó.
—Ábrelo, por favor.
—Antes dime si me has escuchado lo de la escena de hoy…
—Sí lo he hecho —volví a interrumpirlo, alzando la voz, nerviosa, impaciente.
Después de alguna protesta, abrió el sobre y leyó con un bisbiseo propio del que no otorga importancia a las cosas. Dobló el papel y, con precisión milimétrica, lo introdujo de nuevo en el sobre y me lo devolvió.
—Cuando acabe el rodaje, hablaremos de esto, querida. Mientras tanto te cuento el plan de lo que queda de semana…
No le dejé terminar, me di la vuelta y me fui al dormitorio. Creí escuchar a lo lejos, otra vez, algo sobre cambiar la historia del cine.
El resto de la semana fue terrorífico. Y no solo por visionar la escena de la ducha donde, efectivamente, Janet salía desnuda en algunas de las tomas. Además, tenía que trasladarme del set de rodaje a la sala de montaje todos los días. Alfred, en lugar de delegar en mí, como había pedido, se venía conmigo después de rodar.
Y seguía comiendo.
Y bebiendo.
¿Qué ocurrió?
Lo que tenía que ocurrir.
Una tarde, después de una discusión con Vera en una escena intrascendente, se encerró en su despacho. Se bebió un par de whiskies y acabó, redondo, en el suelo. Cuando el guarda de seguridad rompió la puerta para entrar, estaba bocarriba y con la camisa subida, dejando a la vista su enorme panza. Panza que, ya en el hospital, yo le acariciaba con ternura. Pese a que en algún momento sentí ganas de apuñalársela. Aunque solo fuera para reducir su volumen.
—Alma —susurró. Le tomé la mano—. No podemos parar el rodaje.
Le apreté con fuerza, y le susurré al oído un par de cositas.
La primera: yo le sustituiría rodando algunos recursos de la casa misteriosa que todavía faltaban por rodar.
La segunda no tuve ni que decírsela, tan solo le acaricié, más fuerte, la tripa y le miré a los ojos.
Él puso su otra mano junto a la mía, sobre su barriga, y me miró como el niño enfermo que mira a su madre cuando le quita el termómetro y sabe que se tiene que tomar la medicina.
©Zarzo Escribano 2023