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Zarzo Escribano

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El parque infantil. Parte III

marzo 2, 2024 by gzescribano 9 Comments

Llevo dos años patrullando la ciudad, algo que un sabio humorista y director de cine parodió muy bien en una conocida y taquillera película sobre un policía casposo y corrupto. Se cumplió mi sueño, ese que dejé aparcado cuando estudié criminología, una carrera que inevitablemente habría de regresarme a mis deseos de la infancia. A pesar de contar con el grado, no quise opositar a la escala ejecutiva, por aquello de forjarme en las calles. 

Me equivoqué.

Llevo demasiados turnos de noche en las espaldas en estos dos años, y los que me quedan. Turnos de noche en los que he visto de todo o casi de todo: mujeres degolladas, hombres acuchillados, infinidad de peleas y sobre todo, mucho trapicheo de droga. Se supone que para esto uno ha de estar preparado si quiere ser policía, aunque ya es mucho suponer. Para algo para lo que nunca se puede uno preparar es para ver a un niño muerto o violado o ambas cosas. Estoy convencido de que ni los propios psicólogos están preparados para eso; lo que creo es que se aprenden una serie de pautas y palabras e indican cómo hay que actuar en un caso así. Un copia y pega que debería funcionar de forma mecánica, como las instrucciones de un mueble que hay que montar o una receta de cocina. 

Cuando vi a mi primer niño muerto, que en este caso era una niña, mi hija acababa de cumplir dos años. Dos años duros, porque los turnos de noche no me permitían disfrutar de ella en plenitud de forma, pero, también, dos años felices. Los pocos momentos que paso con ella sin estar sonámbulo son los momentos más felices de mi vida, aunque suene a tópico. 

Cuando encendí la luz de aquella casa y me encontré ese pequeño cuerpo frío y sin que su pecho ascendiera y descendiera con la respiración, me acordé de ella. ¿Cómo se puede continuar la vida si pierdes a un hijo? ¿Con qué sentido te levantas por las mañanas y con qué ganas te vas a la cama?

Se me ocurre pensar en la venganza.

Si me pasara eso estoy seguro de que querría aniquilar al responsable. Lo mataría de la forma más cruel posible: ahogándole en un lodazal, o rociándolo con gasolina y prendiéndole fuego mientras me caliento las manos con su cuerpo en llamas. 

Lugo lo pienso más calmadamente, fuera de la charla habitual con los compañeros y compañeras del Cuerpo, y no estoy seguro de qué haría. Matar al responsable de la muerte de tu hijo te produciría un instante de éxtasis, de deber cumplido, de resarcimiento.

Un instante.

Ese es el problema, que ese instante sería tan breve que no sé si merecería la pena.

Por ello, a los pocos meses de ver el cuerpo de esa pequeña, decidí que mi destino sería la Brigada de delitos contra las personas. Homicidios. 

Es un camino duro y difícil, no cualquier policía entra en esa brigada. Pero yo voy a hacer lo necesario, si hace falta me presentaré de nuevo a las oposiciones, a las de la escala ejecutiva para acceder como inspector. Me he puesto un plazo de dos años, si no consigo entrar en una brigada de la judicial en este tiempo, me pongo de nuevo a estudiar. 

Mientras tanto lidiaré con mi mujer el tema de los turnos de noche y, como se dice vulgarmente: tiraré pa’lante. Lo que pasa es que últimamente mi mujer me tiene preocupado. Menos mal que ella no tiene que ver lo que tengo que presenciar yo cada día, porque no sacaría nunca de casa a nuestra hija. 

Por una parte, entiendo sus miedos, sus temores. Tenemos un pasado complejo, lleno de violencia en el que un desgraciado atentó contra nuestras vidas y, por lo que parece, sigue amenazándolas desde la cárcel. 

Pero esa es otra historia. 

Y aunque esté relacionada, lo que ahora me preocupa, como he dicho, es mi mujer y su pánico a salir a la calle. Por ello prometí vigilar, en la medida de lo posible, las zonas por las que ella pasea con nuestra hija. Sobre todo el parque infantil.  Un bonito parque a diez minutos andando de nuestro barrio, con una zona de columpios de las modernas, a prueba de accidentes, en el que incluso es difícil rasparse una rodilla. 

Un bonito parque al lado de una biblioteca moderna y llenita de libros de todos los géneros. Un lugar ideal para mi mujer y su pasión por la literaura, y para mi hija y su desarrollo social. 

Un lugar en el que ningún padre temería que su hijo pudiera acabar tumbado en el suelo, bocabajo, frío y sin pulso. 

 

 

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El parque infantil. Parte II

febrero 25, 2024 by gzescribano 7 Comments

Mi hija tiene solo cuatro años, pero está muy espabilada para su edad. 

A pesar de ello, soy la típica madre desconfiada/pesada que no la deja ni un solo momento. Las pocas amigas que tengo me lo dicen: «la niña tiene que caerse, tiene que llorar, tiene que aburrirse…» El problema es que estas pocas amigas no tienen hijos y hablan de oídas. Como la gran mayoría de personas en el mundo. No se lo tengo en cuenta porque sé que se preocupan por mí. Que lo hacen para que desconecte un poco, y es que llevo cuatro años y medio con el trabajo de madre 24/7. 

¿Por qué?

Porque soy madre primeriza, y porque siento como si alguna sombra me acechara cada día. ¿Conoces esas películas de terror donde el o la protagonista siempre mira por encima del hombro porque cree que alguien está detrás? Pues así me siento yo. 

¿El motivo?

Aunque hayan pasado más de cinco años y ya no sea mi marido, sino mi exmarido, no puedo quitarme de la cabeza sus maltratos y, sobre todo, el día que trató de asesinarme. A mí y al padre de mi hija. 

¿Dónde está él ahora?

En la cárcel, por mala praxis ginecológica. Aunque decir mala es quedarse corto. No hay palabra en el diccionario capaz de definir las barbaridades que hacía en su consulta. ¿Alguien se imagina a sí misma o a su mujer, su hija, su hermana… abierta de piernas, expuesta e indefensa delante de un médico trastornado, alcohólico y maltratador? No, eso es algo que no podemos concebir más que en la ficción. 

Pero pasó, y por fortuna ese hombre está en la cárcel. Y yo, cada vez que miro a mi hija, espero que cuando crezca no tenga que conocer a nadie como la primera persona de la que yo me enamoré. 

Y es por eso, creo, que tengo esta desazón siempre que salgo de casa con mi niña. Siento que su alargada sombra nos persigue y no me deja estar tranquila. Por momentos lo consigo. Cuando la veo jugar en el parque con sus primeras amigas y amigos sonrío y me hace feliz. Y he conocido a otras madres de esos niños y he entablado conversaciones interesantes y animadas. Pero me cuesta, me cuesta y por eso estoy siempre encima de ella. Vigilante, por si alguien pudiera querer llevársela. A veces me quedo mirando a hombres que, según mi criterio, no deberían estar en ese parque a la hora del juego de los niños. 

El parque es grande, arbolado por acacias, cedros y falsos pimenteros. Tiene el equilibrio perfecto entre el sol y la sombra. Su zona de juegos es grande, con toboganes, columpios y, lo que más me gusta, suelo acolchado. He visto varios niños caerse y levantarse como si no les hubiera pasado nada. Ni siquiera con heridas en las rodillas. Cuando esto sucede, pienso en el pasado y en los parques en los que jugaba yo de pequeña, parques de arena con los columpios de hierro en los que raro era el día en el que algún niño no se iba a casa con un moratón o un corte. 

Pero como todo evoluciona, yo encantada de la vida de que mi hija se ahorre estos daños colaterales del juego en el parque. Dicen que estamos criando niños de cristal. Yo pienso que estamos mejorando las cosas para que nuestros hijos se centren en su futuro. 

El parque tiene una biblioteca muy próxima, a menos de veinte metros. Es habitual que muchos hombres, mujeres y también chicos y chicas jóvenes salgan a leer en alguno de los bancos del parque o incluso en el césped que lo rodea. Porque también hay zonas de césped como si de un campus universitario se tratase. Y yo, en mi paranoia, he llegado a pensar que algunas de estas personas no están leyendo la última novela de Juan Gómez-Jurado o algún clásico de Ruiz-Zafón. A veces he creído que están acechando a los niños y que son potenciales secuestradores o pederastas. 

Se lo conté un día a mi pareja, el padre de mi hija, que da la casualidad que es policía. Insistí tanto que un día vino al parque de incógnito. Él mismo sacó un libro de la biblioteca —con mi carné, claro—. Se puso unas gafas de sol oscuras, una gorra y se sentó en un banco próximo a la zona de juegos infantiles. Lo hicimos así para que la niña no le reconociera y él pudiera observar lo que ocurría. Estuvo así casi dos horas, y cuando llegamos a casa se mostró bastante cabreado conmigo. Por lo visto no había detectado a nadie sospechoso de ser un pederasta en potencia.

—Pero porque un día no hayas visto a nadie sospechoso, no quiere decir que otro día no pueda haberlo —protesté.

—¿No pretenderás que me pase todos los días disfrazado para estudiar los movimientos de la gente?

—¿Lo harías? —dije con mi mejor sonrisa.

No lo hizo, no todos los días. Pero sí le convencí para que repitiera la operación un par  de veces más, y para que se pasara con el patrulla alguna que otra tarde. 

Después de un mes de pesquisas, en las que él también acudió solo al parque con la niña en varias ocasiones, dio por finalizado el «caso».

—Cariño, locos hay en todas partes. Por esa regla de tres no podríamos salir de casa nunca. 

—Lo sé, pero…

Me quedé mirándolo y él me abrazó. Ese «pero» y esos puntos suspensivos llevaban a un lugar, a una persona de las que ninguno de los dos queríamos hablar. 

Llegué al punto de no salir al parque. Me pegaba las tardes jugando en casa con mi hija. Jugábamos con muñecas, muñecos, libros con sonidos, veíamos la tele, merendábamos, etc. Era feliz, sin embargo la niña no paraba de preguntar por el parque. Volví a la calle, simplemente pasear con ella de la mano sin detenerme en ningún lugar. Caminábamos sin rumbo y un día de primavera que hacía muy buen tiempo merendamos en una bonita terraza. Para hacer el paseo más largo di un rodeo para volver a casa. Y entonces llegué a un lugar al que no quería llegar: el hospital donde trabajaba y conocí a mi exmarido. Me quedé mirándolo de abajo arriba. No sé cuánto tiempo estuve contemplándolo e inflingiéndome dolor a mí misma. Perdí la conciencia de la realidad y cuando volví en mí, mi hija se había soltado de la mano y se aproximaba a cruzar la calle. El susto fue monumental. La agarré justo antes de que pusiera uno de sus pequeños pies en la calzada. 

Le grité y a ella se le saltaron las lágrimas.

Quizá había llegado la hora de volver al parque. 

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El parque infantil. Parte I

febrero 18, 2024 by gzescribano 11 Comments

Me gustan los niños. 

Y las niñas. 

No es que me guste trabajar con ellos como profesor o jugar con ellos. Me atraen sexualmente. 

Sé que, para la mayoría de la sociedad, es una aberración, tengo consciencia de ello. Pero no lo puedo evitar. ¿Alguna vez has sentido esa pulsión sexual que te hace perder el control de tu propia conciencia? Eso es lo que yo siento con los pequeños infantes al salir del colegio o jugando en el parque. No sé cuándo me empecé a sentir atraído por menores. Lo que sí recuerdo es mi primera vez, mi primer incidente. Fue en el instituto, en el último año de bachillerato. Una inhóspita tarde tuve que repetir un examen porque había estado enfermo el día en el que se celebró. Mi instituto también tenía colegio y, cuando los niños de primaria e infantil terminaban su recreo, los mayores ocupábamos las pistas de fútbol ridículamente pintadas con estridentes colores amarillos y azules, a juego con el emblema de la institución que regentaba el centro de enseñanza. Dicho centro estaba en los bajos de un bloque de pisos y casi colindando con una iglesia de la que tomaba nombre. Tenía dos plantas y en ambas había un largo y angosto pasillo, también pintado de color amarillo y azul,  que serpenteaba a izquierda y derecha dejando a sus lados las aulas. 

Esa tarde apenas había gente en el centro. El tutor encargado de repetirme el examen, no me dirigió la palabra en la hora que duró, posiblemente molesto por tener que estar allí. También estaba el conserje y el director del centro. Cuando terminé el control me fui directo al cuarto de baño porque no podía aguantar más. Descargué no solo la vejiga, sino también la tensión que llevaba acumulada. Giré mi cabeza hacia la puerta y en el vano había una niña de unos siete u ocho años mirando curiosa. Tenía pecas y el pelo claro, y llevaba coletas. Llevaba un chupa-chups en la boca y me miraba casi sin parpadear. Yo estaba escurriéndomela y antes de guardarla en el sitio donde una persona decente se guarda sus genitales cuando hace pis, me giré hacia la niña y ella abrió sus pequeños ojos grises desmesuradamente. También paró de chupar el caramelo con palo y mantuvo la boca abierta durante unos segundos. Los segundos que tardó en escuchar una voz masculina que gritaba su nombre. La niña salió corriendo y yo me la guardé tan rápido que casi me la pillo con la cremallera del pantalón. Quizá, y echando la vista atrás, eso hubiera sido algo bueno. Dañarme lo que tengo entre las piernas para no hacer daño a otras personas. 

Los días que siguieron a aquel incidente, busqué a la niña por los pasillos y los recreos del colegio. Pero no la volví a ver. Supuse que sería la hija del director, el cual no consideraba digno el centro que dirigía para su propia descendencia. 

Pasados unos meses ocurrió algo parecido en los lavabos de un centro comercial, pero en esa ocasión el padre estaba muy cerca y no pude exhibirme como me hubiera gustado. Empecé a salir «de caza», siempre en lugares con un urinario cerca, porque, en el caso de que alguien me sorprendiera en mis perversiones, podría alegar que simplemente estaba meando y el niño o la niña se habían metido donde no les llamaban. Esta excusa me sirvió un par de veces en las que los avispados padres notaron algo raro en mi comportamiento y en el de sus propios hijos. Pero, como todo en la vida, estas experiencias se me fueron quedando cortas. Y mi deseo se fue incrementando y mis experiencias pasaron de la exhibición a los roces, de los roces a los tocamientos, y de los tocamientos a algo más. 

Pero eso es otra historia.

Lo que cuento a continuación sucedió en un momento en el que tenía mis impulsos más o menos controlados. Controlados hasta que la vi. Una dulce chiquilla de unos cuatro o cinco años. Con el pelo moreno, la piel blanca y los ojos muy grandes. 

El parque en el que descubrí a la niña estaba pegado a la biblioteca donde suelo venir a tomar prestados libros. Es un parque enorme con zona de juegos infantil sin valla. Con un tobogán gigante de color azul con tres resbaladeras para que los grupitos de amigos se tiren a la vez con los brazos en alto y griten de alegría. Me encanta verlos disfrutar de su infancia, de su inocencia. Me excita. 

Observé a la niña varios días. Uso la excusa de sacar un libro, sentarme en banco lo suficientemente alejado y lo suficientemente cercano para poder verla sin despertar sospechas. ¿Quién puede sospechar de un chico joven, aseado que lee a Proust o a Delibes? 

Para mi desgracia, la madre estaba siempre muy pendiente de ella. Se parecían bastante: las dos morenas, con el pelo liso, las dos blancas de piel y las dos con los ojos oscuros y profundos. No se separaba de ella y no tuve la suerte de que algún balón con los que jugaba cayera cerca de mi banco. Eso solo sucede en las películas o en las malas novelas. Para un cazador como yo, la paciencia es vital. De lo contrario podría acabar yo mismo cazado. Pero la paciencia debe servir para trazar un plan y el plan tardé en encontrarlo. 

Primero pensé en aprovechar de nuevo la biblioteca. ¿Cómo? Sacando libros infantiles. Con la excusa de tener un sobrino imaginario, me llevé El pirata Garrapata, alguno de Mickey Mouse y otro de El capitán Calzoncillos. No tuve mucho éxito, solo se me acercó un niño bastante crecidito con unas enormes gafas y el pelo como un Beattle al que despaché con un «tengo prisa, otro día hablamos».

Como ya he dicho, la paciencia es fundamental, aunque también hay que tener un poco de suerte. Y esa suerte vino en forma de animal: un pequeño perro. 

Una amiga de mi nínfula acudió una tarde al parque con un pequeño bodeguero, el cual se lo acababan de regalar por su cumpleaños. Mi nínfula no paró de acariciar y jugar con el perro. A la madre no le hizo mucha gracia lo del animal, y estuvo todavía más pendiente de ella que de costumbre. 

Eso no importaba. Con los libros no me había servido de nada, pero mi próxima parada sería en una tienda de mascotas. 

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Segundo capítulo: La pérdida de la belleza

febrero 4, 2024 by gzescribano 4 Comments

Una semana antes.

Un rugido mecánico los despertó. Mario subió la persiana, cabreado, no eran ni las siete de la mañana y una fila de camiones desfilaba rumbo al cerro situado detrás de su casa.

—¿Qué narices es eso? —preguntó Irene.

—Pues camiones y grúas y más camiones.

Irene se desperezó entre protestas.

—Las obras de la nueva urbanización.

—Supongo, pero mira que madrugan. Como esto sea así todos los días, nos toca comprar tapones.

—No seas protestón, anoche te quedaste hasta muy tarde.

—¿Tarde? Si me acosté poco después que el niño.

—Es que las once para Pablo es muy tarde. 

—Te voy a dar yo a ti tarde…

Mario se abalanzó sobre Irene e intentó besarla, pero ella le hizo una cobra que ni David Bisbal a Chenoa.

—Quita, que te huele el aliento.

—Mira que eres desagradable, antes no te importaba mi halitosis matutina. 

—Me molesta más tu pedantería matutina. Halitosis dice…

Mario se tuvo que conformar con un muerdo en la nalga de su mujer, ya que ella salió escopetada hacia el baño entre protestas de que el niño se iba a despertar antes de lo habitual. 

La noche anterior, domingo, Pablo y Mario se quedaron viendo El señor de los anillos hasta casi las once de la noche. En la casa de los Gálvez-Lima, los domingos por la tarde estaban dedicados a jornadas maratonianas del séptimo arte. Unos domingos tocaba Star Wars, otros, Indiana Jones, otros, Disney-Pixar… El padre quería inculcar al hijo su pasión por el celuloide, y, a falta de que pasaran los años para incluir el visionado de El padrino o Vértigo, se conformaba y divertía con clásicos tolerables para menores de doce años. 

—Y no me gusta nada que vea tanta violencia —protestó Irene antes de cerrar la puerta del baño.  

—Si solo son orcos… —replicó Mario.

Irene dijo algo acerca del exceso de sangre desde el otro lado de la puerta del cuarto de baño, pero, aunque tuviera parte de razón, Mario prefirió ignorarlo. Había retornado a su puesto de vigía en la ventana. Y la fila de camiones había sido sustituida por un par de convoyes de esos que llevan luces señalizadoras a los lados para indicar que son más anchos de lo normal. Transportaban sendas excavadoras que podrían confundirse con algún tipo de monstruo medieval digno de las novelas de Tolkien. 

—Joder con el nuevo plan de urbanismo —masculló el abogado entre dientes.

Porque Mario era abogado. Era más que eso: era El abogado. 

Al menos el abogado del momento en la Costa del Sol. Su mujer se lo recordó nada más salir del baño.

—Bueno, ¿qué? ¿Listo para recibir los honores?

Mario se abalanzó de nuevo sobre su mujer y la tiró sobre la cama.

—A mí el único honor que me hace falta es el tuyo.

La mordió en el cuello y ella, a pesar de sentir la tentación de ceder (el abogado conocía todos sus puntos débiles), se zafó por segunda vez del acoso y derribo del marido. 

—No es no, letrado, y déjame que vas a despertar al niño.

—El niño ya está despierto —Pablo, con los brazos en jarra, protestó desde la puerta— Mira que hacéis ruido.

El hijo de la pareja se encaramó a la cama matrimonial y se tiró encima de su madre, que sí le recibió con los brazos abiertos. El padre, pese, o debido, al agravio comparativo, se tumbó sobre la espalda del hijo con la intención de achuchar a la madre. Por fastidiarla un poco. Las protestas de esta no sirvieron para nada y pasados unos minutos fue liberada a petición de Pablo que también sufría los envites de los setenta y siete kilos del padre. 

Poco a poco la familia se levantó de la cama y el niño se asomó a la ventana. Asombrado por el tamaño del segundo convoy, preguntó a sus progenitores.

—Eso creo que es una grúa —dijo Irene. 

—Madre mía, van a construir un rascacielos o algo —protestó el padre.

—Sería guay un rascacielos tan cerca de casa —dijo Pablo.

—No, hijo, no sería nada guay. Ten en cuenta que van a arrasar con parte de la montaña de aquí atrás —replicó Mario.

—¿En serio?

El gesto del padre lo dijo todo. El niño pareció arrepentirse de sus palabras, aunque en el fondo le fascinaban los rascacielos y el año anterior cumplió su sueño de visitar Nueva York, no le hacía tanta gracia que tuvieran que talar árboles para construirlo. 

—Vamos a desayunar, que ya que estamos despiertos tan pronto aprovechamos y comemos tranquilos —pidió Mario. 

—Deja, voy yo. Prepárate el traje de los días especiales —replicó Irene.

—¿Es tu cumpleaños? —preguntó, inocente, Pablo.

—Pero ¿cómo va a ser mi cumpleaños hoy si lo celebramos el mes pasado?

—Es verdad, te regalé mi canción.

—El mejor regalo de todos.

La canción era una versión del Here comes the sun, de George Harrison y los Beatles. El niño había españolizado la letra y dado un toque distinto a la melodía. 

—Aquí viene el sol, aquí viene… —Mario tarareó y el niño le acompañó.

—…a la costa, a la costa, siempre…

El padre, henchido de orgullo y amor, lo agarró entre sus brazos y levantó a pulso sus poco más de veinte kilos. Lo tiró sobre la cama y le mordió las costillas para provocar las carcajadas de su hijo. 

Esa risa que tanto lo calmaba y tan contento le ponía. Mucho más que las palmadas en la espalda y las palabras vacías que horas más tarde recibiría en el bufete. Una risa que, en ese momento, él no sospechaba que pudiera ser una de las últimas veces que la escuchase. 

 

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Primer capítulo: La pérdida de la belleza

enero 21, 2024 by gzescribano 16 Comments

El coche derrapó en medio del puente y se quedó allí parado, bloqueando el tráfico en los dos carriles dirección al centro comercial. El conductor se bajó a toda prisa y se acercó a las barreras de protección que impedían que los viandantes se precipiten al vacío. El puente estaba iluminado de color verde, un color que, en teoría, no invitaba a la muerte. Pero aquella noche todo era distinto. 

—¡Alto, no se mueva!

El hombre no hizo caso de la advertencia, y el agente que lo perseguía sacó su pistola táser, pero no le dio tiempo a lanzar los cables de descarga antes de que el conductor se situara al otro lado de las barreras de protección. El hecho de que no se tirara tranquilizó, si es que eso era posible, al policía, pero no a los transeúntes que en ese momento paseaban, tranquilos, por el puente. Varios gritos, y una madre tapando los ojos a su hijo, así lo atestiguaban.

—Por Dios, estese usted quieto, ¿qué va a hacer?

Otra policía también se bajó del coche y se acercó al supuesto suicida. Los dos compañeros, de la local de Marbella, habían perseguido al sujeto desde que, minutos antes, se saltó un semáforo a más de ochenta por hora en un tramo de la calzada urbana donde solo se podía ir a cincuenta. 

—Tengo que tirarme —dijo el conductor.

—No tiene por qué, déjanos ayudarte —pidió la policía.

La madre que tapaba los ojos a su hijo se retiró varios metros hacia atrás, como si tuvieran miedo de caer al vacío. El puente, no demasiado alto, se ubicaba sobre la autovía A-380 con su incesante discurrir de coches, camiones y motos. La muerte por la caída al vacío no era segura, aunque podría provocar un grave accidente y llevarse por delante otras vidas que no tenían culpa de nada. 

—Tengo que tirarme, se lo digo. Soy malo.

—Haga usted el favor de venir aquí y nos lo cuenta todo —exigió el policía Ramón Torres, veterano del cuerpo municipal y que, a escasos meses de su jubilación, no tenía ganas de cargar con un muerto a cuestas.

—He hecho cosas muy malas con niños.

Los dos policías se miraron, incrédulos. Un par de curiosos, que habían sustituido a la madre y el hijo en primera línea del suceso, abrieron la boca y los ojos como si se los fueran a extirpar. 

—¿Qué dices? —preguntó la policía Marina Caracuel, que en ese momento creyó reconocer al hombre.

—Cosas que no deben hacerse a los niños. A mi hijo incluso.

—Por favor, pase por encima de la valla y venga aquí.

—No puedo, tengo que saltar.

—Pero deja de hacer el tonto que a lo mejor no te matas tú y te cargas a alguno de los coches que pasan  por debajo… — Ramón había empezado a perder la paciencia. Quizá por todo lo que vivido en sus casi cuarenta años de municipal, no daba mucho crédito a las palabras de ese pobre desgraciado. 

—Voy a tirarme.

—Escucha, por favor —medió la policía que ya había reconocido al hombre sin lugar a dudas: lo había visto ese mismo día—. Tenemos que hablar de esos niños, sus padres se lo merecen. Nos tienes que contar todo.

—El maletero del coche —dijo. Marina volvió a mirar a Ramón. Ambos hicieron el típico gesto de tragar saliva. 

—¿Qué hay en el maletero? —preguntó Marina. 

—Ábranlo  y me creerán —pidió el hombre.

El agente Ramón se acercó al coche. 

—Si mi compañero abre el maletero ¿me prometes que no saltarás?— No obtuvo respuesta;  el tipo había empezado a temblar y eso complicaba su estabilidad sobre el borde del puente —. ¡Tienes que prometerme que no saltarás!

Marina se acercó hasta él, faltaba apenas un palmo para que pudiera asirlo de su muñeca y evitar la caída a la carretera. Su compañero tenía razón, no corría peligro solo su vida, sino la de los conductores que, ajenos a aquel esperpento, conducían bajo el puente. 

La policía miró a Ramón y movió la cabeza en señal de afirmación. El veterano puso su mano sobre la palanca que debería abrir el portón trasero del flamante Range Rover que conducía el hombre. Una vez escuchó el clac característico, Ramón miró de nuevo a Marina y a aquel desgraciado. Si de verdad allí dentro había algo relacionado con un menor, le habría jodido su jubilación. 

Ramón subió el portón y lo que sucedió no lo iba a olvidar con fácilidad. Lo recordaría cada vez que tuviera que meter en el maletero de su coche las mochilas del colegio de sus nietos. 

 

 

 

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Protegido: Los hijos ausentes

enero 9, 2024 by gzescribano 7 Comments

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