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Una propuesta
Abrí los ojos y la penumbra gobernaba la estancia. No sabía dónde estaba, ni recordaba cómo había ido a parar a aquel lugar. Intenté incorporarme, pero mi cuerpo no reaccionaba a mi voluntad. Ni mis brazos, ni mis piernas, ni mi tronco eran capaces de obedecer las órdenes que mi cerebro les mandaba.
Entonces sentí frío.
Intenté mirar hacia abajo, sin embargo mi cabeza tampoco podía moverse por más que lo intentara. Solo mis ojos tenían movimiento. Mis ojos, que se acostumbraron a aquella penumbra, advirtieron que sobre mí, había una lámpara de esas que salen las series de médicos.
Una lámpara quirúrgica.
¿Me iban a operar? ¿Me habían operado ya? No recordaba nada.
Entonces lo olí.
Era un olor bastante desagradable pero fácilmente reconocible. Como una mezcla de alcohol de 96º con laca para el pelo.
Cerré los ojos y apreté con fuerza los párpados, en un intento de recordar; como si la oscuridad me ayudara a ello.
Entonces lo vi.
No fue la oscuridad la que refrescó mi memoria, sino el fogonazo de la lámpara quirúrgica que se encendió sobre mí, como un flashazo de esos que aparecen en los montajes de las películas cuando el protagonista recuerda todo.
Salía del despacho de abogados donde acababa de firmar el acuerdo de divorcio. Un acuerdo desastroso para mis intereses, tendría que pagar a mi ex mujer una barbaridad al mes por la hipoteca, el coche, su pensión, y también la manutención de ese hijo que no era mío.
Sí; recordé el plan, pero algo había salido mal.
Si hubiera salido bien, no estaría en medio de una sala de autopsia y el médico forense que ahora me abría los párpados no habría encendido la sierra con la que me iba a abrir la cabeza o el pecho.
Sí; recordé al tipo que me prometió organizarme una fuga al extranjero, donde podría conservar la mayor parte de mis ahorros —menos su comisión, claro—. Quizá ese tipo no contaba con que mi mujer solicitara la autopsia. (Esto lo supe por las quejas del forense que estaba a punto de abrirme en canal). ¿O quizá sí lo sabía y estaban conchabados?
Sí; recordé haberme tomado aquel brebaje que me prometía quedarme en estado catatónico, como si de Julieta Capuleto se tratara, durante cuarenta y ocho horas. Suficiente tiempo para que declararan mi defunción, y suficientes horas para escaparme y que enterraran un ataúd vacío
Nunca lo sabré, nunca sabré porqué aquel tipo que me paró al salir del despacho de abogados me dijo:
—Hola, Simón. Tienes que escucharme, tengo una propuesta para ti. ¿Quieres fingir tu propia muerte?
El escocés
Es bastante frecuente que el asesino acuda al funeral de su víctima. Le gusta contemplar el resultado de su obra. A veces tiene que ir por pura obligación. Lo que es menos habitual es que se presente ante los familiares de la persona que ha matado.
—Buenos días, señora, señorita.
La viuda y la hija de Arturo Lorente, el muerto, casi se desmayaron al escuchar lo que les dijo a continuación.
—Soy el asesino del señor Arturo.
Madre e hija casi se desmayaron, pero porque, después de cerrar la sala del tanatorio, habían estado toda la noche de fiesta a base de farlopa, marihuana y whisky con Red Bull. Después de ese desvanecimiento inicial, se recompusieron y se pusieron a reír por lo bajini para disimular.
—Mira lo que dice, niña, que lo mató él —dijo Juliana, la madre.
—Y se queda tan ancho —dijo Lorena, la hija.
El tipo, que se llamaba Augusto, insistió.
—No se rían, yo maté al señor Lorente.
Lorena, sin parar de reír, se acercó a Augusto, tanto que le intimidó.
—¿Tú quién eres? ¿El empleado ese que estaba enamorado de él?
Augusto asintió, parecía cohibido, casi humillado.
—Pues estás bastante bueno.
Y le agarró del paquete de forma sutil. Él la apartó de un manotazo.
—Niña, que está tu padre de cuerpo presente. Y ya sabes quién más —dijo la madre señalando con la cabeza a dos personas que las observaban.
Augusto parecía no entender lo que estaba pasando. Juliana se compadeció del muchacho, y se dignó a darle una explicación.
—Creo que buscas tu momento de gloria, pero te estás confundiendo —. Le abrazó por la cintura y le invitó a pasear —. Ven conmigo que está la policía cerca.
Juliana miró hacia atrás, y con un nuevo gesto de cabeza volvió a señalar a un hombre de anchas espaldas y a una mujer alta y flaca que les observaban en la distancia. Cuando les dieron esquinazo, las risas de ambas mujeres volvieron a estallar.
—A ver, alma de cántaro —dijo Juliana —. ¿Qué es eso de que has matado a mi marido?
—Tu camello te pasa mierda muy mala —se burló Lorena.
Lejos de las miradas de los policías no disimularon sus carcajadas.
—¿Pero por qué se ríen? Su marido, su padre está muerto, y yo soy el culpable. Lo amaba, y su rechazo me sacó de mis casillas y…
—A ver, panoli, para empezar, ese que está en la caja de pino no es mi padre. Nunca me quiso ni yo a él.
Lorena miró a su madre que se había sentado en el suelo porque le fallaban las piernas, mitad por la risa, mitad por la resaca.
—No, ni era su padre biológico. Con ese pusilánime no hubiera engendrado yo a esta preciosidad que es mi niña —Madre e hija se dieron un achuchón—. Ya me encargué yo de que otro con mejores genes me quedara preñada.
Augusto las miraba y gesticulaba mucho con su boca.
—¿Por qué no me creen? Lo mate yo y vengo a redimirme —dijo—. Soy químico, trabajo en la empresa farmacéutica del señor Lorente.
—¿Químico? Entonces mataste a mi padre con un superveneno indetectable, ¿Verdad? —dijo Lorena.
—¿Cómo lo has sabido?
—¿Cómo sé el qué? —dijo Lorena—. Que tú no has matado a nadie, pringao. Lo que te iba diciendo es que no pudiste matarlo tú porque…
—Porque los frenos de un coche se manipulan muy fácilmente por un guapo mecánico —dijo la madre—. Sí, un guapo mecánico al que me ligué, al que me tiré y al que prometí muchas noches de drogas y perversión. Y los accidentes son muy frecuentes y los seguros pagan muy bien; por no hablar de todo lo demás…
—Eso es imposible señoritas…Yo me colé en su casa y puse el veneno en sus bebidas, en las que él más amaba.
Madre e hija pararon de reír y se miraron, serias, confusas.
—Mi marido era abstemio. ¿De qué bebida hablas?
Augusto tomó aire y sonrió.
—¿Saben que el guapo mecánico era bisexual, muy sobornable y de una complexión parecida a la de su marido? Lástima que haya tenido que carbonizarse.
La madre vomitó y a la hija le dio una arcada.
— ¿Me estás diciendo que el cuerpo que hallaron en el coche no…
—Lo que estoy diciendo —interrumpió el desconocido— es que las botellas de whisky escocés que, digamos, manipulé, son las que el señor Lorente guardaba para las visitas. Y para todo amante del whisky que las tenga a mano.
La hija vomitó también.
—Yo he matado al hombre que era su marido. Ahora ha nacido una nueva persona.
Mientras las dos mujeres vomitaban, los policías aparecieron detrás de un nicho. El hombre se escabulló entre la multitud del funeral.
Madre e hija se miraron y, quizá, se acordaron de la etiqueta de dieciséis años del whisky con el que habían brindado la noche anterior.
©Zarzo Escribano 2023
Si quieres saber quiénes son esos dos policías misteriosos, quizá pueda descubrirlos en este enlace:
El crimen de los enamorados
Escuché dos fuertes ruidos. Yo conocía bien el sonido de los disparos de una escopeta. Pero no estaba segura. Me asusté y le pedí a Mario que sacara su cabeza de entre mis piernas y nos marcháramos de allí.
—¿Qué pasa ahora, Pilar? ¿Más perros?
Por culpa de unos perros pastores que nos dieron un buen susto, ya no íbamos al campo a hacer nuestras cosas, sino que buscábamos la oscuridad de las callejuelas. Habíamos encontrado un lugar perfecto en el pueblo vecino.
—Vámonos —insistí.
Manolo arrancó el coche mientras se limpiaba los restos de mí, como el que se limpia la grasa de un plato de cochinillo asado.
Antes de doblar la esquina del oscuro callejón miré hacia atrás.
Y lo vi.
A través de la luna del coche, un sombra humana se recortaba bajo una farola. Nunca olvidaría esa sombra ni lo que supuso en mi vida.
—Yo no he oído nada, puede ser cualquier cosa, mujer—dijo Manolo cuando le conté lo de los disparos—. Siempre estás asustándote.
—Si no fuera por mis sustos, Antonio ya nos habría pillado —dije—. Y entonces sí que oirías ruidos de perdigonazos.
Manolo ni replicó, sabía cómo se las gastaba mi marido con la escopeta: iban juntos de caza.
Al día siguiente mis sospechas se confirmaron: asesinato en el pueblo de al lado.
Habían matado a un empresario y se había montado un circo mediático de los buenos. Hasta Telecinco había llegado con una unidad móvil.
¿Por qué?
Porque se dio la casualidad de que era catorce de febrero. Más bien la madrugada del trece al catorce, pero a la prensa le sirvió que el crimen hubiera ocurrido pasadas las doce para ponerle la etiqueta:
El crimen de los enamorados.
¿Qué consecuencias tuvo para mí?
El hijo del empresario (la sombra) declaró que había visto un coche rojo y recordó parte de la matrícula y el modelo. Y claro, la guardia civil no tardó ni veinticuatro horas en localizar el coche de Manolo. Que no tardó ni veinticuatro minutos en hablarles de mí.
Yo casi me desmayo cuando me encontré con los de verde al abrir la puerta de mi casa. ¡Que éramos sospechosos del crimen, oye! Así, de buenas a primeras.
Culpables éramos, de adulterio, y Manolo de mal amante, porque llevábamos más de tres meses juntos, y no me había llevado ni a una sucia pensión.
Siempre en su Golf rojo. Maldito coche.
Nos dejaron ir porque nada nos hacía sospechosos. La puerta de la casa del empresario no estaba forzada ni nosotros teníamos restos de pólvora en las manos.
¿Qué pasó con mi marido?
No montó ningún escándalo. Tenía su carácter, pero era un hombre calmado: él, mientras pudiera salir con la bicicleta los sábados, y de caza los domingos, era feliz.
Le impresionó mucho la noticia del crimen. Conocía al empresario asesinado y había comido en uno sus restaurantes.
Pero si en el pueblo vecino ocurrió «El crimen de los enamorados», en el mío estaba el cornudo de los enamorados. Demasiada mofa para que él mantuviese una actitud tan buena. Una actitud que me asustó.
Al siguiente domingo se iba de montería con Manolo, que se dejó convencer por mi marido porque le vio muy afectado por el asesinato.
—Tu Antonio de bueno que es, es tonto —dijo Manolo—. Además, viene Diego con nosotros, no tengas miedo, mujer.
Manolo vino a recoger a mi Antonio la mañana de la montería en cuestión.
—Tira para el coto que Diego está malo —dijo mi marido.
La cara de Manolo sí que cambió a la de un enfermo cuando escuchó la noticia.
Salí a despedirles, y Antonio miró hacia atrás por la luna trasera del coche como yo lo había hecho la noche del crimen.
Y creí ver una sombra dentro del maldito coche rojo.
Entré en casa, y esta vez sí que doblé las rodillas de la impresión. Encima de la mesa de la cocina había una revista antigua de ciclismo con la foto de un joven en una cama de hospital, con toda la parafernalia de cables, y con el pecho vendado: era un tal Greg Lemond, un ciclista que sufrió un accidente caza.
Me dio tal crisis de ansiedad que no fui capaz de llamar a la Guardia Civil antes de desmayarme.
Esta vez Manolo sí que oiría disparos.
There will be blood
Le reventó la cabeza con una bola de jugar a los bolos, como en la película con el título mal traducido: Pozos de ambición, con Daniel Day-Lewis.
¿El resultado?
Un charco de sangre detrás del sofá de escay nuevo que se habían comprado dos semanas atrás. No se conformó con eso, sino que además le seccionó la yugular.
¿Consecuencia?
Más sangre sobre la víctima y sobre el sofá.
Parecía una película de Quentin Tarantino.
El primer agente que llegó a la escena del crimen patinó al entrar y acabó tan manchado de sangre que parecía un zombi recién alimentado. El pobre acabó con una crisis de ansiedad.
La subinspectora Olga Saavedra y yo inspeccionamos el cadaver desde la distancia. Los inmaculados trajes de astronautas de la científica también acabaron salpicados.
La escena era tan gore que parecía que nos hubiéramos puesto unas gafas 3D de las antiguas en la que se hubiera eliminado el cristal verde.
Junto al cadáver apareció una nota que nos entregaron los científicos.
«Te regalo una rosa».
Olga y yo nos acercamos al jardín. Estaba tan bien cuidado que parecía un campo de flores de los alrededores de Amsterdam. Había rosas, sí, pero también tulipanes, lirios y flores de pascua.
Camuflado entre arbustos yacía otro cuerpo sin vida. Llevaba un vestido que hacía juego, no solo con las flores y sino también con los correspondiente regueros de sangre que salían de sus muñecas y piernas.
¿Crimen pasional y posterior suicidio?
Eso sería lo que se llama una orgía de pruebas; en casos así lo mejor es desconfiar.
Después del informe de los compañeros de la científica no había nada qué rascar: ni huellas, ni ADN de nadie aparte de la pareja.
La autopsia determinó que el hombre murió por el golpe con la bola maciza y que la mujer murió desangrada por los cortes. A su lado encontramos un escalpelo que usó para, supuestamente, seccionar la yugular de su marido y, supuestamente, cortar sus propios vasos sanguíneos.
—¿Demasiada sangre, no subinspectora?
—Es un mensaje, inspector Del Olmo.
—Explícate.
—Si fue ella, quiso representar algo con tanto derramamiento de sangre, como si algo del pasado la atormentara y quisiera terminar su sufrimiento dejando este mensaje final.
Investigamos sus móviles y sus ordenadores. Parecían una pareja de las que se llaman normales. Ella ama de casa, él odontólogo con clínica propia.
Los vecinos no oyeron nada. Los familiares estaban aterrorizados y en estado de shock. A veces lo que ocurre dentro de una pareja en la intimidad no sale nunca a la luz.
Sin embargo, en el ordenador de la mujer, la brigada tecnológica encontró las claves del caso.
Primero un historial de navegación en Internet que mostraba una búsqueda recurrente: «cómo suicidarse»
También encontraron documentos de Word presuntamente escritos por la víctima. Entre ellos destacaba un relato.
«La viola. La viola repetidamente. Incluso cuando tiene la regla; y lo deja todo manchado sin importarle nada. Y, claro, ella recoge y limpia todo sin rechistar. Luego él se va al trabajo como si no hubiera pasado nada. Cuando vuelve trae una nueva planta, una nueva rosa o cualquier otra flor y se cree que eso basta para pedir perdón. Ella se rinde y le sirve su plato favorito: carne poco hecha; y su vino tinto favorito. Y cuando ella cree que van a hacer el amor, la vuelve a violar y la azota hasta hacerla sangrar. Y la historia se repite y tiene que vivir una vida normal porque ella no tiene donde ir y porque se hace ilusiones de que todo cambiará algún día».
Cuando terminé de leer el relato Olga lloraba. Había más textos parecidos acompañados con fotos de grandes hematomas en el cuerpo de la mujer.
¿No se había atrevido a denunciar?
Era probable.
El asesinato solo está justificado en caso de defensa propia, y quizá, y solo quizá, había sido así; porque ella vivía en una amenaza permanente.
A veces las orgías de pruebas conducen a lo evidente. Y lo evidente era que esa mujer y esa casa sangraban desde hacía tiempo. La sangre tras sus muertes era solo la manifestación física de lo que ella había tenido que soportar.
©Zarzo Escribano 2022
El adolescente
Se la ha follado.
Y se queda tan ancho.
Vaya padre. Yo qué culpa tenía de ser así, de ser tan…Ya no sabía ni cómo llamarme, porque autista me habían dicho que no.
Raro.
Friki.
Especial, dice mi madre.
¿Pero mi padre?
Era solo una paja, papá, con la vecina. No tenías que montarme ese escándalo.
Y menos mentirla a ella para follártela.
No te odio, pero no te soporto.
Como dicen en las películas, la venganza será terrible.
No sabía como, pero me vengaría.
#
Se la está tirando. Se la está tirando en toda mi cara.
Dos años de sonrisas en el ascensor. Dos años de pedirle sal o cualquier cosa solo para verlo sonreír. Dos años de estar pendiente de sus movimientos para cruzarme con él en el portal. Dos años esperando que diera un paso y a por todas.
Y resulta que en lugar de follarme a mí se folla a mi hija.
Los mato. Te juro que los mato.
Eso no se le hace a una madre.
Me estaba volviendo a volver loca. ¿Cómo podía pensar algo así?
Mi pobre hija, el cerdo de Arturo la había desvirgado. Y no solo me dolía eso, sino que ella ni me lo había contado.
Bueno, quizá me lo merecía. Nunca había tenido el valor de hablar con ella abiertamente de hombres. ¿Pero de qué iba a hablar? Ella me preguntaría si su padre y yo teníamos relaciones. Y no quería mentirla. Porque esas cosas se saben, los ojos y el lenguaje corporal lo dice. Y, vaya, que ya era mayorcita para que alguna vez nos hubiera podido escuchar, pero es que no había nada que escuchar.
Fede no me tocaba desde hacía años. ¿Por qué?
Porque ninguno de los dos quería, la verdad.
Pero Arturo, si tú supieras….
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Y por supuesto, los primeros tres relatos que componen esta saga de ConfinadoX.
Te espero.