—¡Mi mujer, se la ha llevado el volcán!
Atilio Cano, cincuentón, grande y pálido como la luna, pronunció estas palabras en el puesto de la Guardia Civil de El paso.
Los compañeros confirmaron la gravedad de su estado: el cuerpo lleno de magulladuras y quemaduras. Él y su mujer, Amalia Zurita, estaban por la zona el día de la erupción.
—Queríamos estar lo más cerca posible cuando el volcán erupcionara, ya se lo he repetido más de veinte veces a sus compañeros —dijo Atilio cuando le entrevisté.
—Me hago cargo —dije—. Pero como inspector responsable del caso debo tomarle declaración otra vez.
Atilio contó que a su mujer le encantaban los volcanes desde la erupción submarina en El Hierro, donde pasaban unas vacaciones cuando ocurrió. También viajaron a Islandia y al Etna. En cuanto se enteraron de la elevada actividad sísmica en La Palma no tardaron en volar hasta a la Isla bonita. El día de la erupción hacían senderismo, cámara en mano, buscando tomar la mejor foto y vivir la experiencia en primera línea. Tan en primera fila que una roca golpeó a Amalia y Atilio también resultó herido. Le fue imposible asistirla y tuvo que huir, y se vio obligado a dejar a su mujer allí tirada a merced de la lava.
Esta fue su declaración, que concordaba punto por punto con las tres anteriores. Todo parecía una imprudencia de dos aficionados a los volcanes.
Pero unos días antes de entrevistar a Atilio, Olga, mi compañera, puso en duda su versión de los hechos.
—Inspector Del Olmo —dijo Olga—. La declaración de Ricardo, el hijo de la fallecida, confirma los viajes, pero no sabe nada de la afición de su madre por volcanes.
—No todos los hijos saben todo de sus madres —dije—. Y de sus padrastros menos.
—Bueno, hay más.
Dejó una carpeta sobre mi escritorio con un informe del portátil del viudo que habían sacado los informáticos forenses.
—¿Qué significa esto, subinspectora? —pregunté— La gente busca información de volcanes y de cualquier cosa en Internet, ¿no?.
—¿Lo has leído entero?
Negué y, gruñendo, volví a repasarlo.
—¡Hostia!
Me miró sonriente.
—Me divierte cuando abres tanto esos ojos enanos, parecen más grises todavía —dijo.
Olga era tan alta que siempre bromeábamos sobre que su talento para fijarse en los detalles se debía a que lo observaba todo desde las alturas.
—Atilio, disculpe —dije—, pero…¿por qué no hay fotos de ustedes en el volcán de Islandia ni en el Etna?
Tosió y se miró las manos.
—Sí que las hay. ¿Por qué?
—Hemos investigado sus redes sociales y su ordenador, y no hemos encontrado imágenes de volcanes. También hay un testigo que afirma que su mujer nunca habló de ello.
—¿Quién es ese testigo? Ah, ya, Ricardo… —Sonrió con malicia y se encogió de hombros—. Así que Ricardito me hace quedar como un mentiroso, ¿no? O algo peor —Se produjo un breve silencio—. Deberían mirar mejor en mi ordenador, encontrarán más fotos, incluso fotos que un hijo no debería ver.
—Sí, también las hemos visto —repliqué—. Hablando de fotos…
Le dejé sobre la mesa las que le hicieron el día de la erupción, sus quemaduras, heridas, y el informe del médico que le atendió. Le enseñé una frase subrayada con rotulador fluorescente.
Cuando la leyó volvió a toser, más fuerte.
—¿Tiene algo que decir, Atilio?
Me miró desafiante.
—¿Estoy arrestado, inspector?
Las palabras del informe rezaban: «lesiones incompatibles con quemaduras por lava».
—No, de momento —dije.
—Entonces, con su permiso…
Atilio se levantó de la silla.
—No se marche todavía, por favor.
Le interrogamos durante más de dos horas. Presionándolo, tratando de intimidarlo, pero no hubo manera. En aquella situación no podíamos hacer mucho más, solo teníamos indicios, no podía detenerle.
Cuando parecía que debíamos poner en libertad a ese hombre, me dirigí hasta la ventana. Allí estaba el volcán. Llevaba una semana sin vomitar magma de las entrañas de nuestro planeta.
Miré a los ojos a Atilio, que no me rehuyó la mirada.
—Usted que sabe tanto de volcanes sabrá que en Pompeya se encontraron cadáveres muy bien conservados, ¿verdad? —dije—. Hoy en día la antropología forense ha avanzado tanto que no sería difícil encontrar restos de violencia en un cuerpo sepultado bajo la lava—. Era un farol, pero tenía que jugármela sí o sí.
Agachó la cabeza. Tosió tan fuerte le produjo una arcada. Las lágrimas del cobarde vinieron después.
Volví a mirar al volcán; los habitantes de La Palma ya podrían descansar tranquilos.
Y, quizá, Amalia y su familia también.
Mer says
Seguro que Amalia tenia pasta…ay, el vil metal!
Sabina says
No es está mal, es es un relato muy corto, pero tiene un principio y un final adecuados.
Sabina says
Acabo de comentar el relato, no sé por qué me lo vuelve a pedir.
Está bien, tiene una trama interesante, aunque sea un relato muy corto.
Tiene un principio y un final inesperado. Se lee muy bien.
Angels Aguilera Lopez says
Un relato muy bien llevado al tema de la violencia de género, manteniendo el interrogante de q es lo q pasa realmente hasta el final.
Me encanta la frase de ” las lágrimas del cobarde vinieron después”.
Me ha gustado leerlo. Gracias
Eva Iciarra says
¡Enhorabuena! me ha gustado mucho, y he estado en vilo hasta el final.
Ramón Tomé says
Un relato donde aparecen, como no, dos viejos conocidos investigadores que te ponen una sonrisa en la cara.
Final inesperado…?? No, estaba claro lo que había pasado, pero había que demostrarlo.
Miguel says
Cortita pero intensa, la verdad que sabe a poco pero en mi opinión muy buena, gracias
gzescribano says
A ti.
Adriana says
Me ha gustado mucho la historia, en corto relato tienes todo lo necesario para entender la trama y tener un cierre con una mega frase. Felicidades y gracias por compartir tus letras
gzescribano says
Gracias a ti, por favor.
eva says
cortito e interesante