Me gustan los niños.
Y las niñas.
No es que me guste trabajar con ellos como profesor o jugar con ellos. Me atraen sexualmente.
Sé que, para la mayoría de la sociedad, es una aberración, tengo consciencia de ello. Pero no lo puedo evitar. ¿Alguna vez has sentido esa pulsión sexual que te hace perder el control de tu propia conciencia? Eso es lo que yo siento con los pequeños infantes al salir del colegio o jugando en el parque. No sé cuándo me empecé a sentir atraído por menores. Lo que sí recuerdo es mi primera vez, mi primer incidente. Fue en el instituto, en el último año de bachillerato. Una inhóspita tarde tuve que repetir un examen porque había estado enfermo el día en el que se celebró. Mi instituto también tenía colegio y, cuando los niños de primaria e infantil terminaban su recreo, los mayores ocupábamos las pistas de fútbol ridículamente pintadas con estridentes colores amarillos y azules, a juego con el emblema de la institución que regentaba el centro de enseñanza. Dicho centro estaba en los bajos de un bloque de pisos y casi colindando con una iglesia de la que tomaba nombre. Tenía dos plantas y en ambas había un largo y angosto pasillo, también pintado de color amarillo y azul, que serpenteaba a izquierda y derecha dejando a sus lados las aulas.
Esa tarde apenas había gente en el centro. El tutor encargado de repetirme el examen, no me dirigió la palabra en la hora que duró, posiblemente molesto por tener que estar allí. También estaba el conserje y el director del centro. Cuando terminé el control me fui directo al cuarto de baño porque no podía aguantar más. Descargué no solo la vejiga, sino también la tensión que llevaba acumulada. Giré mi cabeza hacia la puerta y en el vano había una niña de unos siete u ocho años mirando curiosa. Tenía pecas y el pelo claro, y llevaba coletas. Llevaba un chupa-chups en la boca y me miraba casi sin parpadear. Yo estaba escurriéndomela y antes de guardarla en el sitio donde una persona decente se guarda sus genitales cuando hace pis, me giré hacia la niña y ella abrió sus pequeños ojos grises desmesuradamente. También paró de chupar el caramelo con palo y mantuvo la boca abierta durante unos segundos. Los segundos que tardó en escuchar una voz masculina que gritaba su nombre. La niña salió corriendo y yo me la guardé tan rápido que casi me la pillo con la cremallera del pantalón. Quizá, y echando la vista atrás, eso hubiera sido algo bueno. Dañarme lo que tengo entre las piernas para no hacer daño a otras personas.
Los días que siguieron a aquel incidente, busqué a la niña por los pasillos y los recreos del colegio. Pero no la volví a ver. Supuse que sería la hija del director, el cual no consideraba digno el centro que dirigía para su propia descendencia.
Pasados unos meses ocurrió algo parecido en los lavabos de un centro comercial, pero en esa ocasión el padre estaba muy cerca y no pude exhibirme como me hubiera gustado. Empecé a salir «de caza», siempre en lugares con un urinario cerca, porque, en el caso de que alguien me sorprendiera en mis perversiones, podría alegar que simplemente estaba meando y el niño o la niña se habían metido donde no les llamaban. Esta excusa me sirvió un par de veces en las que los avispados padres notaron algo raro en mi comportamiento y en el de sus propios hijos. Pero, como todo en la vida, estas experiencias se me fueron quedando cortas. Y mi deseo se fue incrementando y mis experiencias pasaron de la exhibición a los roces, de los roces a los tocamientos, y de los tocamientos a algo más.
Pero eso es otra historia.
Lo que cuento a continuación sucedió en un momento en el que tenía mis impulsos más o menos controlados. Controlados hasta que la vi. Una dulce chiquilla de unos cuatro o cinco años. Con el pelo moreno, la piel blanca y los ojos muy grandes.
El parque en el que descubrí a la niña estaba pegado a la biblioteca donde suelo venir a tomar prestados libros. Es un parque enorme con zona de juegos infantil sin valla. Con un tobogán gigante de color azul con tres resbaladeras para que los grupitos de amigos se tiren a la vez con los brazos en alto y griten de alegría. Me encanta verlos disfrutar de su infancia, de su inocencia. Me excita.
Observé a la niña varios días. Uso la excusa de sacar un libro, sentarme en banco lo suficientemente alejado y lo suficientemente cercano para poder verla sin despertar sospechas. ¿Quién puede sospechar de un chico joven, aseado que lee a Proust o a Delibes?
Para mi desgracia, la madre estaba siempre muy pendiente de ella. Se parecían bastante: las dos morenas, con el pelo liso, las dos blancas de piel y las dos con los ojos oscuros y profundos. No se separaba de ella y no tuve la suerte de que algún balón con los que jugaba cayera cerca de mi banco. Eso solo sucede en las películas o en las malas novelas. Para un cazador como yo, la paciencia es vital. De lo contrario podría acabar yo mismo cazado. Pero la paciencia debe servir para trazar un plan y el plan tardé en encontrarlo.
Primero pensé en aprovechar de nuevo la biblioteca. ¿Cómo? Sacando libros infantiles. Con la excusa de tener un sobrino imaginario, me llevé El pirata Garrapata, alguno de Mickey Mouse y otro de El capitán Calzoncillos. No tuve mucho éxito, solo se me acercó un niño bastante crecidito con unas enormes gafas y el pelo como un Beattle al que despaché con un «tengo prisa, otro día hablamos».
Como ya he dicho, la paciencia es fundamental, aunque también hay que tener un poco de suerte. Y esa suerte vino en forma de animal: un pequeño perro.
Una amiga de mi nínfula acudió una tarde al parque con un pequeño bodeguero, el cual se lo acababan de regalar por su cumpleaños. Mi nínfula no paró de acariciar y jugar con el perro. A la madre no le hizo mucha gracia lo del animal, y estuvo todavía más pendiente de ella que de costumbre.
Eso no importaba. Con los libros no me había servido de nada, pero mi próxima parada sería en una tienda de mascotas.
Esta es la primera parte de esta historia. Si quieres que siga publicando, compártelo en redes sociales. Y, si todavía no has leído ninguna de mis novelas, pincha en alguno de estos enlaces:
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Volvoreta says
Haces que se odie al personaje desde el minuto uno.
gzescribano says
De eso se trata. Gracias.
Ramón Tomé says
Este relato me ha hecho pararme a reflexionar antes de juzgar, porque es demasiado fácil hacer juicio inmediato para colocar algo en el montón de lo bueno o de lo malo, sin intentar siquiera entender lo que pasa.
Y muchas veces ese juicio lo hacemos simplemente por lo que nos han inculcado desde pequeños y no todo es Disney y los cuentos también se pueden ver desde otro punto de vista.
O tan malo es el lobo de Caperucita por tener hambre y querer comer….
Gracias Zarzo por poner piedras en el camino para hacernos tropezar y así darnos cuenta que hay que estar atentos.
gzescribano says
Wow, pedazo de reflexión. Gracias a ti por escribirla.
Angels Aguilera Lopez says
La repulsión crece conforme avanzas en el relato y esa es la idea ya q en nuestra cultura y moralidad no tiene cabida la justificación.
Por lo tanto enhorabuena Gerardo pq consigues describir cómo germina el impulso y aún así no empaticemos con el pederasta. 👏👏👏👌
gzescribano says
Qué grandes tus palabras, gracias.
Izaskun says
Uff!! Es fuerte leer los sentimientos de un pedofilo pero es lo que verdaderamente sienten,aunque a las personas “normales” nos aborrece.
Con ganas de seguir leyendo.
Un saludo
gzescribano says
Graicas por tus palabras, Izaskun.
Beatriz says
Primero de todo darte la enhorabuena por el relato. Desde las primeras frases consigues que odiemos al protagonista y con cada palabra que dice nos ponemos en la piel de cualquier madre o padre haciéndonos reflexionar que el peligro esta ahí fuera aunque muchas veces no lo creamos.
Dakota says
Hola Zarzo, me ha gustado mucho tu relato, como lo expresas, desde mi parte como lectora me transmites la repulsión hacia el personaje y describes muy bien como se forma el pedofilo, esa sensación extraña y que no puede controlar. El peligro está en cualquier lugar. Te felicito.
Saludos.
gzescribano says
Hola, pues me alegro mucho de que te haya gustado.
Gracias.