Mi hija tiene solo cuatro años, pero está muy espabilada para su edad.
A pesar de ello, soy la típica madre desconfiada/pesada que no la deja ni un solo momento. Las pocas amigas que tengo me lo dicen: «la niña tiene que caerse, tiene que llorar, tiene que aburrirse…» El problema es que estas pocas amigas no tienen hijos y hablan de oídas. Como la gran mayoría de personas en el mundo. No se lo tengo en cuenta porque sé que se preocupan por mí. Que lo hacen para que desconecte un poco, y es que llevo cuatro años y medio con el trabajo de madre 24/7.
¿Por qué?
Porque soy madre primeriza, y porque siento como si alguna sombra me acechara cada día. ¿Conoces esas películas de terror donde el o la protagonista siempre mira por encima del hombro porque cree que alguien está detrás? Pues así me siento yo.
¿El motivo?
Aunque hayan pasado más de cinco años y ya no sea mi marido, sino mi exmarido, no puedo quitarme de la cabeza sus maltratos y, sobre todo, el día que trató de asesinarme. A mí y al padre de mi hija.
¿Dónde está él ahora?
En la cárcel, por mala praxis ginecológica. Aunque decir mala es quedarse corto. No hay palabra en el diccionario capaz de definir las barbaridades que hacía en su consulta. ¿Alguien se imagina a sí misma o a su mujer, su hija, su hermana… abierta de piernas, expuesta e indefensa delante de un médico trastornado, alcohólico y maltratador? No, eso es algo que no podemos concebir más que en la ficción.
Pero pasó, y por fortuna ese hombre está en la cárcel. Y yo, cada vez que miro a mi hija, espero que cuando crezca no tenga que conocer a nadie como la primera persona de la que yo me enamoré.
Y es por eso, creo, que tengo esta desazón siempre que salgo de casa con mi niña. Siento que su alargada sombra nos persigue y no me deja estar tranquila. Por momentos lo consigo. Cuando la veo jugar en el parque con sus primeras amigas y amigos sonrío y me hace feliz. Y he conocido a otras madres de esos niños y he entablado conversaciones interesantes y animadas. Pero me cuesta, me cuesta y por eso estoy siempre encima de ella. Vigilante, por si alguien pudiera querer llevársela. A veces me quedo mirando a hombres que, según mi criterio, no deberían estar en ese parque a la hora del juego de los niños.
El parque es grande, arbolado por acacias, cedros y falsos pimenteros. Tiene el equilibrio perfecto entre el sol y la sombra. Su zona de juegos es grande, con toboganes, columpios y, lo que más me gusta, suelo acolchado. He visto varios niños caerse y levantarse como si no les hubiera pasado nada. Ni siquiera con heridas en las rodillas. Cuando esto sucede, pienso en el pasado y en los parques en los que jugaba yo de pequeña, parques de arena con los columpios de hierro en los que raro era el día en el que algún niño no se iba a casa con un moratón o un corte.
Pero como todo evoluciona, yo encantada de la vida de que mi hija se ahorre estos daños colaterales del juego en el parque. Dicen que estamos criando niños de cristal. Yo pienso que estamos mejorando las cosas para que nuestros hijos se centren en su futuro.
El parque tiene una biblioteca muy próxima, a menos de veinte metros. Es habitual que muchos hombres, mujeres y también chicos y chicas jóvenes salgan a leer en alguno de los bancos del parque o incluso en el césped que lo rodea. Porque también hay zonas de césped como si de un campus universitario se tratase. Y yo, en mi paranoia, he llegado a pensar que algunas de estas personas no están leyendo la última novela de Juan Gómez-Jurado o algún clásico de Ruiz-Zafón. A veces he creído que están acechando a los niños y que son potenciales secuestradores o pederastas.
Se lo conté un día a mi pareja, el padre de mi hija, que da la casualidad que es policía. Insistí tanto que un día vino al parque de incógnito. Él mismo sacó un libro de la biblioteca —con mi carné, claro—. Se puso unas gafas de sol oscuras, una gorra y se sentó en un banco próximo a la zona de juegos infantiles. Lo hicimos así para que la niña no le reconociera y él pudiera observar lo que ocurría. Estuvo así casi dos horas, y cuando llegamos a casa se mostró bastante cabreado conmigo. Por lo visto no había detectado a nadie sospechoso de ser un pederasta en potencia.
—Pero porque un día no hayas visto a nadie sospechoso, no quiere decir que otro día no pueda haberlo —protesté.
—¿No pretenderás que me pase todos los días disfrazado para estudiar los movimientos de la gente?
—¿Lo harías? —dije con mi mejor sonrisa.
No lo hizo, no todos los días. Pero sí le convencí para que repitiera la operación un par de veces más, y para que se pasara con el patrulla alguna que otra tarde.
Después de un mes de pesquisas, en las que él también acudió solo al parque con la niña en varias ocasiones, dio por finalizado el «caso».
—Cariño, locos hay en todas partes. Por esa regla de tres no podríamos salir de casa nunca.
—Lo sé, pero…
Me quedé mirándolo y él me abrazó. Ese «pero» y esos puntos suspensivos llevaban a un lugar, a una persona de las que ninguno de los dos queríamos hablar.
Llegué al punto de no salir al parque. Me pegaba las tardes jugando en casa con mi hija. Jugábamos con muñecas, muñecos, libros con sonidos, veíamos la tele, merendábamos, etc. Era feliz, sin embargo la niña no paraba de preguntar por el parque. Volví a la calle, simplemente pasear con ella de la mano sin detenerme en ningún lugar. Caminábamos sin rumbo y un día de primavera que hacía muy buen tiempo merendamos en una bonita terraza. Para hacer el paseo más largo di un rodeo para volver a casa. Y entonces llegué a un lugar al que no quería llegar: el hospital donde trabajaba y conocí a mi exmarido. Me quedé mirándolo de abajo arriba. No sé cuánto tiempo estuve contemplándolo e inflingiéndome dolor a mí misma. Perdí la conciencia de la realidad y cuando volví en mí, mi hija se había soltado de la mano y se aproximaba a cruzar la calle. El susto fue monumental. La agarré justo antes de que pusiera uno de sus pequeños pies en la calzada.
Le grité y a ella se le saltaron las lágrimas.
Quizá había llegado la hora de volver al parque.
Esta es la segunda parte de esta historia. Si quieres que siga publicando, compártelo en redes sociales. Y, si todavía no has leído ninguna de mis novelas, pincha en alguno de estos enlaces
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Volvoreta says
Me sigue gustando.
gzescribano says
Y yo que me alegro
Angels Aguilera Lopez says
Los miedos de una madre … Obsesión, paranoia, sobre protección… Hasta q en algún lugar, en algún momento, se convierten en una pesadilla muy real.
Has conseguido transmitir perfectamente esos miedos. De hecho he vuelto a la 1a parte donde el pederasta buscaba presa.👏👏👏
Como anotación personal, la única vez q me llamaron madre primeriza fue con mi segundo hijo🤭🤭🤭🤭
gzescribano says
jaja, esa es buena (lo del segundo hijo, digo)
Ramón Tomé says
La historia me suena, como una reflexión que tal vez se quedó en el tintero o en los pensamientos de Laura.
Pero me parece muy interesante y, tal vez, es uno de los precios que nos toca pagar por vivir en esta sociedad de tantos derechos, libertades Y algo más que las leyes “protegen”.
Una mujer, por el simple echo de serlo está siempre en peligro en esta sociedad.
Cuando es niña,cuando es joven, cuando es madre, cuando va sola,….
gzescribano says
No se te escapa una, Ramón.
Bea says
Me ha gustado mucho poder saber la visión de la madre. La entiendo perfectamente tanto por no fiarse y estar atenta a los movimientos de su hija ya no tan solo por miedo a algún loco que pudiera estar escondido tras un libro, también por el pánico por su expareja. Nos dejas con ganas de saber más de la historia.