En el atípico verano de 2020 Julio Hipocón alquiló una furgoneta camper para pasar solo junto al mar sus tres días de vacaciones Buscaba una estancia tranquila sin apenas contacto con nadie.
Seis horas de viaje le llevaron al lugar elegido: unas calas excavadas en unos acantilados con vistas al horizonte oeste y, por tanto, a una prometedora puesta de sol. Aquel lugar aseguraba poca afluencia de público por la lejanía a un núcleo urbano o complejos turísticos. Cuando se dio cuenta de que había demasiadas furgonetas, coches y autocaravanas se llevó la primera decepción, que no la última, de aquellas vacaciones.
«Espero que se vayan pronto».
Había cargado la furgoneta con todo lo necesario para sobrevivir esos días sin contacto con nadie: agua, jabón, comida no perecedera, vino, su portátil y tres libros. También algo de ropa, no mucha porque tenía por costumbre bañarse sin nada y no tenía pensado hacer demasiados esfuerzos que le hicieran sudar y mancharse. Porque él no era un hombre de hacer mucho deporte, sino más bien de verlo. No habría Tour de Francia, pero en su ordenador se había descargado vídeos de todas las victorias de Induráin.
Tuvo suerte y encontró el último aparcamiento a la sombra. Se comió un bocadillo de media barra de pan y después se tumbó en la cama convertible de la furgoneta a disfrutar de la siesta. Puso en el portátil una aburrida etapa llana y a los diez minutos el sueño le venció.
Se despertó a eso de las siete de la tarde. Se calzó las chanclas, una gorra, unas gafas de sol de veinticinco euros que tan de moda estaban, un pantalón corto y una camiseta de tirantes con algún que otro agujero. Cargó su mochila con agua, un libro y un poco de fruta. Mascarilla en la cara se adentró en el pequeño bosque de jaras y pinos que desembocaba en los acantilados. Tenía ganas de playa y sal, y ningún virus le impediría disfrutar de ello. Pero al llegar a las escaleras de acceso a la primera de las calas, desde donde se oteaba toda esa costa azul y ocre, se llevó la segunda decepción de las vacaciones.
Estaban abarrotadas de gente.
Notó un familiar reflujo acercarse a su garganta desde el estómago. Le pasaba cuando se ponía nervioso. Se ajustó las chanclas y caminó hacia la segunda de las calas del acantilado. Por el sendero se cruzó con algunas familias que habían dado por concluida su sesión de playa diaria. Los evitó con elegancia y siguió su camino.
Lo malo es que la siguiente cala también estaba llena. Y la siguiente.
Si el reflujo seguía así al final cogería un cáncer de garganta o de esófago. Preocupado por ello y por la masificación de gente volvió derrotado a la furgoneta.
Lo mismo le pasó al día siguiente, en el que intentó despertarse temprano porque entendía que a primera hora no habría nadie. Pero esa noche durmió fatal y no fue capaz de despertarse antes de las once. El tercería día, el último antes de su partida, tuvo suerte por segunda vez. Cerca del final del sendero de los acantilados vio a una joven pareja saltarse unas cintas de prohibido el paso. Movido por la curiosidad los siguió a una prudente distancia y vio cómo desaparecían bajando unas escaleras que también estaban cercadas por una cinta que prohibía el paso.
Se acercó a la escalera y se le dilataron las pupilas al ver una cala donde no había nadie. La tercera, y última, decepción de las vacaciones le sobrevino al descubrir que la escalera estaba derruida y que la joven pareja bajaba a duras penas por las rocas colindantes.
Pero era aquello o nada.
«Espero no caerme»
A punto estuvo de hacerlo, pero llegó a su objetivo.
Por fin.
Por fin notó el contraste entre la cálida arena y la fría agua del mar. Por fin aquello que había estado esperando trescientos sesenta y cuatro días.
Paseó por la angosta playa y saludó con la cabeza a la pareja, que habían empezado a desnudarse y que le miraron con recelo. Se alejó de ellos para evitar suspicacias y puso su toalla en un lugar discreto y alejado de la orilla. Se despojó de todo lo que llevaba y se bañó de sal y espuma. El tópico de la libertad de bañarse desnudo él lo agradecía con cada envite de la mar.
Dio por satisfecha su ansia de baño y se tumbó sobre la toalla a leer el tercer libro que había traído: El Decamerón de Bocaccio, que estaba más de moda que nunca por la narración de la peste bubónica medieval.
Entre baños y lecturas pasó su última tarde de vacaciones, hasta que el sol avisó de su inminente puesta. Se colocó las gafas y miró al horizonte. También miró a su derecha y no encontró a nadie. Le habían dejado solo en aquella cala de ensueño: el aislamiento y las vacaciones por fin se habían unido en una simbiosis que rayaba la perfección.
Cuando el último halo del sol desapareció tras el horizonte marino, una ola inundó su toalla y mojó todas sus pertenencias. La marea avanzaba con fuerza y hacía desaparecer la playa. Era su último día en la costa y no sabía cuándo podría volver a bañarse. Dudó entre marcharse corriendo o darse el último baño. Por segunda e insólita vez tomó la decisión más arriesgada. Puso sus cosas sobre un pedrusco y se tiró al agua, pero en cuestión de dos minutos la playa desapareció y las olas se llevaron tanto la toalla como su mochila. Además la marea era fuerte y le arrastraba contra el acantilado.
Sin embargo el reflujo no le asaltó esta vez. Nadó hacia el interior del mar hasta que quedó libre de la violencia de las olas. Se puso boca arriba y disfrutó del cielo violáceo del ocaso y, sobre todo, de su soledad.
«Espero que la marea baje pronto».
Ramón Tomé says
Este relato corto, tal vez me ha parecido el más flojo de los que he leído, pero es mi parecer y no por eso me atrevo a decir que no sea bueno.
gzescribano says
Ramón, he leído todos tus comentarios. Te agradezco muchísimo todos y cada uno de ellos. No todo tiene por qué gustarte, es lo lógico y natural. De hecho es lo ideal, porque el hecho de que personas descubran debilidades en mis textos me hace mejorar. A mí no me gusta todo de Cortázar.(salvando el infinito que hay entre él y yo, claro, jeje). Millones de gracias.