Le reventó la cabeza con una bola de jugar a los bolos, como en la película con el título mal traducido: Pozos de ambición, con Daniel Day-Lewis.
¿El resultado?
Un charco de sangre detrás del sofá de escay nuevo que se habían comprado dos semanas atrás. No se conformó con eso, sino que además le seccionó la yugular.
¿Consecuencia?
Más sangre sobre la víctima y sobre el sofá.
Parecía una película de Quentin Tarantino.
El primer agente que llegó a la escena del crimen patinó al entrar y acabó tan manchado de sangre que parecía un zombi recién alimentado. El pobre acabó con una crisis de ansiedad.
La subinspectora Olga Saavedra y yo inspeccionamos el cadaver desde la distancia. Los inmaculados trajes de astronautas de la científica también acabaron salpicados.
La escena era tan gore que parecía que nos hubiéramos puesto unas gafas 3D de las antiguas en la que se hubiera eliminado el cristal verde.
Junto al cadáver apareció una nota que nos entregaron los científicos.
«Te regalo una rosa».
Olga y yo nos acercamos al jardín. Estaba tan bien cuidado que parecía un campo de flores de los alrededores de Amsterdam. Había rosas, sí, pero también tulipanes, lirios y flores de pascua.
Camuflado entre arbustos yacía otro cuerpo sin vida. Llevaba un vestido que hacía juego, no solo con las flores y sino también con los correspondiente regueros de sangre que salían de sus muñecas y piernas.
¿Crimen pasional y posterior suicidio?
Eso sería lo que se llama una orgía de pruebas; en casos así lo mejor es desconfiar.
Después del informe de los compañeros de la científica no había nada qué rascar: ni huellas, ni ADN de nadie aparte de la pareja.
La autopsia determinó que el hombre murió por el golpe con la bola maciza y que la mujer murió desangrada por los cortes. A su lado encontramos un escalpelo que usó para, supuestamente, seccionar la yugular de su marido y, supuestamente, cortar sus propios vasos sanguíneos.
—¿Demasiada sangre, no subinspectora?
—Es un mensaje, inspector Del Olmo.
—Explícate.
—Si fue ella, quiso representar algo con tanto derramamiento de sangre, como si algo del pasado la atormentara y quisiera terminar su sufrimiento dejando este mensaje final.
Investigamos sus móviles y sus ordenadores. Parecían una pareja de las que se llaman normales. Ella ama de casa, él odontólogo con clínica propia.
Los vecinos no oyeron nada. Los familiares estaban aterrorizados y en estado de shock. A veces lo que ocurre dentro de una pareja en la intimidad no sale nunca a la luz.
Sin embargo, en el ordenador de la mujer, la brigada tecnológica encontró las claves del caso.
Primero un historial de navegación en Internet que mostraba una búsqueda recurrente: «cómo suicidarse»
También encontraron documentos de Word presuntamente escritos por la víctima. Entre ellos destacaba un relato.
«La viola. La viola repetidamente. Incluso cuando tiene la regla; y lo deja todo manchado sin importarle nada. Y, claro, ella recoge y limpia todo sin rechistar. Luego él se va al trabajo como si no hubiera pasado nada. Cuando vuelve trae una nueva planta, una nueva rosa o cualquier otra flor y se cree que eso basta para pedir perdón. Ella se rinde y le sirve su plato favorito: carne poco hecha; y su vino tinto favorito. Y cuando ella cree que van a hacer el amor, la vuelve a violar y la azota hasta hacerla sangrar. Y la historia se repite y tiene que vivir una vida normal porque ella no tiene donde ir y porque se hace ilusiones de que todo cambiará algún día».
Cuando terminé de leer el relato Olga lloraba. Había más textos parecidos acompañados con fotos de grandes hematomas en el cuerpo de la mujer.
¿No se había atrevido a denunciar?
Era probable.
El asesinato solo está justificado en caso de defensa propia, y quizá, y solo quizá, había sido así; porque ella vivía en una amenaza permanente.
A veces las orgías de pruebas conducen a lo evidente. Y lo evidente era que esa mujer y esa casa sangraban desde hacía tiempo. La sangre tras sus muertes era solo la manifestación física de lo que ella había tenido que soportar.
©Zarzo Escribano 2022
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