Llevo dos años patrullando la ciudad, algo que un sabio humorista y director de cine parodió muy bien en una conocida y taquillera película sobre un policía casposo y corrupto. Se cumplió mi sueño, ese que dejé aparcado cuando estudié criminología, una carrera que inevitablemente habría de regresarme a mis deseos de la infancia. A pesar de contar con el grado, no quise opositar a la escala ejecutiva, por aquello de forjarme en las calles.
Me equivoqué.
Llevo demasiados turnos de noche en las espaldas en estos dos años, y los que me quedan. Turnos de noche en los que he visto de todo o casi de todo: mujeres degolladas, hombres acuchillados, infinidad de peleas y sobre todo, mucho trapicheo de droga. Se supone que para esto uno ha de estar preparado si quiere ser policía, aunque ya es mucho suponer. Para algo para lo que nunca se puede uno preparar es para ver a un niño muerto o violado o ambas cosas. Estoy convencido de que ni los propios psicólogos están preparados para eso; lo que creo es que se aprenden una serie de pautas y palabras e indican cómo hay que actuar en un caso así. Un copia y pega que debería funcionar de forma mecánica, como las instrucciones de un mueble que hay que montar o una receta de cocina.
Cuando vi a mi primer niño muerto, que en este caso era una niña, mi hija acababa de cumplir dos años. Dos años duros, porque los turnos de noche no me permitían disfrutar de ella en plenitud de forma, pero, también, dos años felices. Los pocos momentos que paso con ella sin estar sonámbulo son los momentos más felices de mi vida, aunque suene a tópico.
Cuando encendí la luz de aquella casa y me encontré ese pequeño cuerpo frío y sin que su pecho ascendiera y descendiera con la respiración, me acordé de ella. ¿Cómo se puede continuar la vida si pierdes a un hijo? ¿Con qué sentido te levantas por las mañanas y con qué ganas te vas a la cama?
Se me ocurre pensar en la venganza.
Si me pasara eso estoy seguro de que querría aniquilar al responsable. Lo mataría de la forma más cruel posible: ahogándole en un lodazal, o rociándolo con gasolina y prendiéndole fuego mientras me caliento las manos con su cuerpo en llamas.
Lugo lo pienso más calmadamente, fuera de la charla habitual con los compañeros y compañeras del Cuerpo, y no estoy seguro de qué haría. Matar al responsable de la muerte de tu hijo te produciría un instante de éxtasis, de deber cumplido, de resarcimiento.
Un instante.
Ese es el problema, que ese instante sería tan breve que no sé si merecería la pena.
Por ello, a los pocos meses de ver el cuerpo de esa pequeña, decidí que mi destino sería la Brigada de delitos contra las personas. Homicidios.
Es un camino duro y difícil, no cualquier policía entra en esa brigada. Pero yo voy a hacer lo necesario, si hace falta me presentaré de nuevo a las oposiciones, a las de la escala ejecutiva para acceder como inspector. Me he puesto un plazo de dos años, si no consigo entrar en una brigada de la judicial en este tiempo, me pongo de nuevo a estudiar.
Mientras tanto lidiaré con mi mujer el tema de los turnos de noche y, como se dice vulgarmente: tiraré pa’lante. Lo que pasa es que últimamente mi mujer me tiene preocupado. Menos mal que ella no tiene que ver lo que tengo que presenciar yo cada día, porque no sacaría nunca de casa a nuestra hija.
Por una parte, entiendo sus miedos, sus temores. Tenemos un pasado complejo, lleno de violencia en el que un desgraciado atentó contra nuestras vidas y, por lo que parece, sigue amenazándolas desde la cárcel.
Pero esa es otra historia.
Y aunque esté relacionada, lo que ahora me preocupa, como he dicho, es mi mujer y su pánico a salir a la calle. Por ello prometí vigilar, en la medida de lo posible, las zonas por las que ella pasea con nuestra hija. Sobre todo el parque infantil. Un bonito parque a diez minutos andando de nuestro barrio, con una zona de columpios de las modernas, a prueba de accidentes, en el que incluso es difícil rasparse una rodilla.
Un bonito parque al lado de una biblioteca moderna y llenita de libros de todos los géneros. Un lugar ideal para mi mujer y su pasión por la literaura, y para mi hija y su desarrollo social.
Un lugar en el que ningún padre temería que su hijo pudiera acabar tumbado en el suelo, bocabajo, frío y sin pulso.
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